La Opinión de Murcia

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El oligopolio eléctrico

Molinos de energía eólica.

Varoufakis, prestigioso economista griego, efímero ministro de Finanzas de Tsipras tras la victoria de Syriza en 2015, cofundador con Bernie Sanders de la Internacional Progresista (IP), es una de las escasas voces discordantes de la unanimidad europea que con más fervor critican las esporádicas desorientaciones de Bruselas.

En un artículo reciente, resumía en unas frases la sinrazón actual del sector eléctrico europeo: «Las aspas de las turbinas eólicas en la cadena montañosa situada frente a mi ventana están girando con especial energía hoy. La tormenta de anoche ha amainado, pero los fuertes vientos continúan suministrando kilovatios adicionales a la red eléctrica a un costo adicional (o costo marginal, en el lenguaje de los economistas) precisamente cero. Pero las personas que luchan por llegar a fin de mes durante una terrible crisis del coste de vida deben pagar estos kilovatios como si fueran producidos por el gas natural licuado más caro transportado a las costas de Grecia desde Texas. Este absurdo, que prevalece mucho más allá de Grecia y Europa, debe terminar. El absurdo surge del engaño de que los estados pueden simular un mercado eléctrico competitivo y, por lo tanto, eficiente. Debido a que en nuestros hogares o negocios ingresa un único cable de electricidad, dejar las cosas en manos del mercado conduciría a un monopolio perfecto, un resultado que nadie quiere. Pero los gobiernos decidieron que podían simular un mercado competitivo para reemplazar los servicios públicos que en otro tiempo generaban y distribuían energía. Pero evidentemente no pueden».

Aquel «mercado», que debía estar ante todo en manos privadas (Francia es la excepción en Europa), había de cumplir dos objetivos contradictorios: garantizar el abastecimiento del consumo en todo momento y canalizar la inversión hacia las energías verdes. Para lograrlo, los expertos de Bruselas idearon dos medidas: crear otro mercado de permisos de emisión de gases de efecto invernadero (el precio de contaminar lo determinaría el mercado) e implantar un sistema de precios de costo marginal, de forma que el precio mayorista de cada kilovatio producido por cada fuente de generación debería ser el del kilovatio más costoso.

Por este procedimiento, por ejemplo, la empresa de generación que se alimentase de carbón, tendría que pagar elevadísimos permisos de emisión, lo que haría subir el precio, de modo que se fortalecería el incentivo para abandonar el carbón y pasar al gas natural y a las renovables. Asimismo, la posibilidad de las empresas de generación de cobrar sus energías renovables al precio de la generación más cara era también un estímulo para invertir en dichas energías limpias.

Pero los hechos no se acomodaron a la teoría, que solo funcionaba en un marco de estabilidad en los mercados, sino al contrario: la subida vertiginosa del gas, que triplicó su precio en poco tiempo, hizo que el carbón ya no fuera el combustible más caro, por lo que se empezó a invertir de nuevo en generación mediante hidrocarburos y gas natural. Al propio tiempo, empezó a cundir la indignación de los consumidores, que observaban que, merced a un sistema descabellado, tenían que pagar una electricidad «barata», de coste marginal cero (energía hidroeléctrica o proveniente de renovables), a precio de oro… Las correcciones a los beneficios caídos del cielo —la generación barata que se retribuye a precios disparatadamente altos— no han resuelto el problema sino que han complicado el sistema.

No hay ninguna duda de que el mercado distribuye los recursos disponibles de la mejor manera posible, y este criterio lo admite todo el mundo en Europa. Pero la versión fundamentalista de esta idea nos está arruinando a través del mercado energético. El SPD, en Bad Godesberg, dejó sabiamente establecido que la socialdemocracia consiste en aceptar que la economía de mercado ha de llegar hasta donde sea posible; y la acción del Estado, hasta donde sea necesario.

En este caso, el mercado no ha conseguido más ventajas que el monopolio de oferta, y en todo caso es evidente que se necesita una intervención que ponga orden en el caos. En España, solo cinco empresas eléctricas forman un oligopolio beligerante y escasamente solidario. Habrá al menos que justificar qué salimos ganando los ciudadanos al optarse por este modelo y no por un monopolio estatal como el francés.

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