Tengo entendido que en Rusia el papel de Gorbachov se justifica y agradece a medias. Para muchos rusos fue un líder capaz de impulsar reformas exteriores dejando a medio hacer la transformación interna conocida por perestroika. Era consciente de que había que estar en el lado bueno de la historia pero probablemente, como ahora coinciden en señalar la mayor parte de los analistas, llegó un momento en que no sabía qué pasos exactamente había que dar para conseguirlo. Su misión, alfombrada de buenas intenciones y por el principio de transparencia (glasnost), no era fácil de llevar a cabo en una sociedad cerrada y en un mundo convulso que se dirigía con determinación a derribar un muro. 

Gorbachov se enfrentaba a una poderosa gerontocracia; en ocasiones parecía dar dos pasos adelante y uno hacia atrás, de manera que el camino a la libertad no se hizo tan corto como muchos hubieran deseado. Por ese motivo también resultó ser un incomprendido: la vieja guardia comunista lo detestaba y los liberales le reprochaban su tibieza transformadora. En los chistes de entonces desclasificados no hace mucho por la CIA figura uno que explica este tipo de tormenta dubitativa que le asaltaba en unas horas claves para la Unión Soviética y el futuro de Europa. Decía: «¿Cuál es la diferencia entre Gorbachov y Dubcek? Ninguna, pero Gorbachov aún no lo sabe». Alexander Dubcek, para los que no lo recuerden, fue el político checoslovaco que intentó reformar el régimen comunista en 1968. Protagonista de la Primavera de Praga, se convirtió en inspirador del cambio democrático en su país. 

Anteayer recibí el mensaje de que Gorbachov había muerto mientras que Putin seguía vivo. No cuesta nada en estos momentos contraponer sus figuras; la del hombre que, a su manera, guio la transformación y el entendimiento con Occidente mediante el aperturismo y la del señor de la guerra decidido a cerrar de nuevo Rusia al mundo por el método más violento y destructor.