La Opinión de Murcia

La Opinión de Murcia

Convivir con Picasso

La primera vez que leí a Tim Ferris en su blog me pareció ‘revolucionario’. Fue justo después de terminar La semana laboral de 4 horas, un libro escrito de manera tan ‘persuasiva’ que a veces pierdes la conexión con el mundo y no te das cuenta de lo disparatado que es cada uno de los capítulos, proponiéndote un estilo de vida aún más singular que el anterior.

Creo que fue de las primeras veces que ‘conecté’ tanto con un autor que quería hacerme ‘amigo’ suyo. El ‘fenómeno fan’ del que él mismo habla en algún post. Y lo sigo desde entonces, aunque el resto de sus textos (llegué a comprar 10 ejemplares del siguiente libro, firmados por él, para regalar The 4-hour body a amigos) nunca están – en mi opinión - a la altura de su ‘opera prima’.

Que lo siga no quiere decir que haga un Mazagatos («¿Vargas Llosa? Lo sigo desde hace tiempo, aunque no he tenido la suerte de leer nada de él»), sino que estoy suscrito a su blog, y 2-3 veces por semana durante los últimos 15 años recibo algún texto que escribe con entrevistas a algún famoso al que ‘modelar’ o contenidos disparatados sobre casi cualquier tema imaginable.

Y esto es algo que me pasa de cuando en cuando. A quien no lea (que no me leerá, pero seguro que el lector reconoce a alguien de su entorno) también es posible que le pase con una película o, mejor aún, con una serie de esas que las plataformas de streaming ofrecen entera de golpe, permitiéndote pegarte un atracón como el de un bufé libre de pizza en un centro comercial. Lo malo de las series de Netflix es que se acaban. Como los libros: ¿tú sabes cuánto tiempo llevo yo sin leer nada consistente de Tim Ferris? Cinco años.

Y, querido lector, el blog está bien, pero no es lo mismo (y, además, los emails son casi como el gimnasio: suscribirte resulta agradable, incluso aunque no le hagas caso nunca), por eso sufro cada vez que termino la última novela de Murakami (casi siento que corro con él cada vez que me apunto a una media maratón gracias a su novela autobiográfica sobre el hábito de correr) o cuando pienso que Malcolm Gladwell no cambiará radicalmente mi perspectiva sobre cualquier otro aspecto vital (los Beatles, un hábito, aviación…) hasta, al menos, dentro de 12 meses.

Pensándolo bien, me doy cuenta de que es más habitual cuando resulta algo cotidiano o que he vivido antes (me habría casado con Muñoz Molina para escribir Lugares que no quiero compartir con nadie en lugar de la ‘madre literaria’ de Manolito Gafotas) y cuando el autor escribe en primera persona (Murakami, Ferris, Panalés).

Es en ese momento cuando me entran las ganas de escribirle una carta. De comentarle una ‘story’ a Gladwell (ni un ‘me gusta’ me ha dado el tío a pesar de todos los emoticonos que le envío), saltándome los 7 grados de separación gracias a las redes sociales. De plantarme en Los Ángeles en el café donde desayuna Horn todos los días y saludarlo como quien no quiere la cosa (me imagino la conversación: «I come here often, stop talking about harassing people, that is not the point of me inviting you to a coffee!»).

Sobre todo, cuando se acaba el libro. Cuando la serie termina. Cuando parece que el ‘amigo’ imaginario con el que he convivido durante las últimas horas, días, semanas (depende de la suerte que tenga de poder ‘estirar’ la ficción en el tiempo) se esfuma.

Hace días tuve la suerte de compartir café con una de las autoras con los que me ha pasado esto: te acostumbras a leer todos los días un texto, meterte en su cabeza, pensar en quién será el compañero de viaje (¿quizás es una mujer y resulta que es lesbiana? ¿el supuesto novio o marido sólo le dirá cosas buenas y sabias o también eructará de cuando en cuando?).

Dijo una cosa que me llamó la atención: «Los libros son las obras de arte más baratas, tenían que valer millones, como si fueran un Picasso».

Aquí me permito la licencia de decir que yo también dije una cosa que le llamó la atención: ¡hasta la anotó en papel! Es decir, que no fue un «uh, me gusta que me hagas esa preguntó», sino un interés genuino. Yo casi me muero de ilusión: si King toma nota del interés de mi padre por la lectura del Impuesto de Sociedades, pues yo me acuerdo de eso todos los días hasta que me lleven con los pies por delante.

El caso es que me di cuenta de que cada vez que me ‘fanatizo’ me acostumbro a vivir con el autor durante un periodo de tiempo determinado. Como convivir con Picasso: a veces incluso me dan su opinión sobre un tema particular, o reenfoco un pensamiento en base a su línea argumental (que el 50% de lo que leo sea Sociología, ayuda bastante a esto último, no creo que me pasara leyendo las escenas de sexo hetero de Canción de hielo y fuego ).

Ahora viene el drama: ¿te imaginas la ruptura de Dora Maar con Pablo Picasso? Vives con un ‘genio de la lámpara’ y, de repente, te lo quitan. Que sí, que tienes tiempo para disfrutar de otros (artistas o autores, en el caso que nos ocupa), pero ya nunca será lo mismo sin sus locuras, sin esos guiños que te hacía en sus textos (yo, al menos, tiendo a sentirlos míos, y no lo he comentado con mi ‘coach’ de cabecera, @aymarceldran, pero seguro que es algo bueno, no empecemos ya con el tele-tele del egocentrismo).

Pues así estoy yo. 62 balas decía Gema Panalés en este mismo diario hace escasas horas. Y yo me pregunto: «¿Qué coño es eso de que el verano se acaba el 31 de agosto?». Cuando yo era pequeño se acababa en la Romería de la Fuensanta (al día siguiente volvíamos de la casa de ‘veraneo’ a la de ‘colegio’).

Después aprendí que el verano termina en el ‘equinoccio’ (confesaré que lo he ‘googleado’, me suelo liar con el solsticio). Es decir: a mi me salen 94 días (bueno, a Google, yo no lo he contado). Me han robado 32.

A Sabina le roban el puto mes de abril y a mí un mes (de los largos, de 31 días) y un día extra. Tócate los cojones, Manolete. Una de las cosas malas de los autores buenos es que siempre piensan en lucirse con el ‘final’ y se olvidan de que al principio deberían darnos unos ‘tips’ para superar el fin de su obra. También podía la editorial recomendar algún libro para sobrellevar el síndrome este que no sé cómo se llamará (y no lo ‘Googleo’, porque luego lo cito y mis hermanos me miran raro).

Y así estoy. Sin balas. «Todo por escrito», dijiste. Que eran unos artículos «de verano». Pero el verano no dura dos meses, guapa. Y escribir en primera persona a mí me descoloca. Y me acerca a ti. Y ahora me dejas a mitad de polvo y con las ganas de una noche más. Solo una. Qué raras son las rupturas.

Supongo que, como en el desenamoramiento clásico, hablaré de tus columnas unos días más con mis amigos. Cada vez menos. Igual en algún momento, hasta te critico un poco. O te escribo y te digo que te echo de menos. O te mando una carta como esas que desde hace 15 años pienso en mandarle a Ferris. O, simplemente, refresco en mi retina la anécdota de verte tomando notas sobre las lecturas anuales del Impuesto de Sociedades.

Es igual: por suerte todos los autores con los que convivo están jóvenes (Murakami es otra historia, pero los japoneses son más longevos) y son prolíficos, no como Picasso. Es cuestión de sentarme y esperar. Disfrutar de otros mientras espero que mi Panalés favorita me «dedique» otras líneas.

Ha sido una suerte compartir mañanas contigo. Sentirte cerca. Imaginar que me confesabas tus secretos, que escribía a tu lado. Feliz ‘verano’, supongo.

Compartir el artículo

stats