Poco antes de cumplir los 60, mi padre tenía dos aspiraciones en su vida: jubilarse y dedicarse a la jardinería. Logró satisfacer las dos. Unos 30 años antes, era más ambicioso y quería hacerse monje y retirarse a un monasterio. Yo, que era una niña cuando me concedió esas declaraciones ‘en exclusiva’ a la hora de la siesta, me parecía que los sueños de mi padre eran un auténtico muermazo. 

Sin embargo, cada día que pasa lo entiendo más. El sentimiento de plenitud que proporciona el estudio y la vida contemplativa no tiene precio. Y más para personas que tenemos en nuestro ADN un ansia vital desmedida o estamos algo desquiciadas («Yo siempre he sido un enfermo de los nervios», otro gran titular que me concedió mi padre).

He leído en un reportaje que, a lo largo de nuestra vida laboral, empleamos 145 días esperando a que se inicie nuestra sesión en el ordenador. Perdemos meses restableciendo contraseñas, limpiando los iconos del escritorio, reiniciando el equipo, peleándonos con el autocorrector y cerrando banners. Esa tasa de ‘inutilidad total ponderada’ (en inglés WTF, ‘weighted total futility’) mide el tiempo que invertimos en tareas intrascendentes.

El estudio en cuestión pone en evidencia las «horas muertas» o «absentismo mental» involuntario de los trabajadores de nuestra época, quienes estamos llamados a consagrar nuestra existencia a la diosa de la Productividad. Al leerlo mientras desayunaba me ha venido a la cabeza mi etapa como redactora de este periódico. Recuerdo como un suplicio los minutos, horas y hasta días (haciendo el cómputo total) que pasé esperando a que me maquetaran las páginas. 

Mi pulsión por componer las enloquecidas noticias que me asignaban se veía frenada por el arte de dar forma al diseño de la hoja en blanco. Y, cual anciana que rememora su juventud, he revivido esos tiempos muertos en los que, esperando a que el profesional del diseño obrara su milagro, me dedicaba a tomarme unos minutos para hablar con mis compañeros, mirar al horizonte y echarme unas risas.

El estrés del trabajo y los quehaceres diarios nos conducen como kamikazes suicidas por la carretera de la vida. Esperamos a jubilarnos para lograr esa autorrealización y paz de espíritu que hemos ido postergando. Pero hay algunas personas que nunca llegan a esa ansiada etapa. Mi madre se quedó a las puertas de disfrutar de los placeres de «la vida jubileta» -como ella la llamaba- y eso es algo que, superada la rabia, te da que pensar. 

Perder el tiempo, recrearse en la futilidad, está mal visto. Sin embargo, pararnos a hablar con nuestros semejantes, enriquecernos con la espera y vernos desde fuera es lo que le da sentido a lo que hacemos. Lo que el sistema califica como ‘tiempo perdido’ es para nosotros ‘tiempo ganado’. La vida contemplativa es la verdadera vida.