Los neoyorquinos miden la inflación en función del precio de un trozo de pizza, la unidad de medida que les ayuda a orientarse en su economía doméstica. El gas del horno en el que se cocina, la mano de obra que la prepara, los ingredientes que la componen y hasta el alquiler del local en el que se vende se reflejan en el precio de una porción de hawaiana, por ejemplo.

El equivalente murciano sería el pastel de carne, pero les confieso que todavía no he hecho la prueba porque me da miedo saber cuánto ha subido y, además, mi confitería de referencia echó el cierre antes del verano, incapaz de hacer frente al pago de las facturas.

Con todo, no nos hace falta aplicar ‘el principio de la pizza’ (o del pastel de carne) para saber que estamos sufriendo una pesadilla inflacionista que haría aullar a Freddy Krueger. Nuestro dinero cada vez tiene menos valor y, para ‘calmar’ nuestra de ansiedad, todos los políticos -con independencia de partidos, instituciones y fronteras- nos auguran un «otoño apocalíptico» que «hará sufrir a las familias».

Es curioso que este consenso inédito fatalista («el fin de la abundancia», lo ha definido pomposamente Macron), tenga como objetivo meternos (aún) más miedo. Y, claro, uno se pregunta, ¿no será que nuestros dirigentes están tan acojonados como nosotros?

La pandemia supuso el golpe de gracia para la ya denostada credibilidad política. Flaco favor hicieron esos alardes de pericia que ocultaban una ignorancia letal («saldremos mejores») o el empeño por aparentar que se controlaba una situación de colapso y caos («quédate en casa», «no dejaremos a nadie atrás», etc.). La experiencia, tristemente, ha demostrado que ni salimos mejores (estamos, de hecho, más trastornados) y muchas vidas se perdieron por el camino.

El coronavirus nos ha situado ante un desvirgamiento colectivo: una primera vez a nivel mundial para individuos, sociedades y gobiernos, que ha puesto de manifiesto nuestra extrema vulnerabilidad. Ahora, ante la incertidumbre añadida de la espiral inflacionista, nuestros políticos han decidido cambiar de estrategia y canalizar su ineptitud paternalista en forma de eslóganes agoreros.

En lugar de asumir su responsabilidad como estadistas con experiencia en la gestión pública, actúan como si fueran filósofos de la Escuela de Frankfurt y se dedicaran a impartir lecciones sobre teoría crítica. Hemos pasado del «resistiré» al «vamos a morir todos», pero el escenario es el mismo: incertidumbre, pérdida de libertades, recortes en nuestros derechos, drástica merma de nuestra calidad de vida, aumento de la brecha social…

Para nuestra tranquilidad, Macron ha acuñado un nuevo concepto con el que definir nuestros erráticos destinos: «El fin de la despreocupación», lo ha llamado. Al no ser francesa, no puedo votarlo, pero cuando estrene su podcast, me suscribo.