Fue una de mis profesoras de Periodismo, Maite Gobantes, la que me habló por primera vez de la anagnórisis. Para ilustrar este recurso narrativo, nos puso como ejemplo el regreso de Ulises a su hogar, tras más de 20 años de ausencia. El tiempo y el viaje habían cambiado tanto al protagonista de La Odisea, que ni siquiera sus seres queridos logran reconocerlo. 

El primero en percatarse de la verdadera identidad del héroe, de incógnito bajo la apariencia de un mendigo harapiento, es su perro Argos; después lo hará su hijo y, finalmente, llegará el reconocimiento (‘anagnórisis’, en griego) por parte de la leal Penélope. 

A veces son un conjunto de señales íntimas las que culminan en ese momento de lucidez que lo cambia todo, otras veces un pequeño detalle es suficiente. En el caso del héroe de Ítaca, la revelación tiene un desenlace feliz, pero hay otras anagnórisis que son pura tragedia, como la de Edipo, cuando descubre, para su desgracia, que ha matado a su padre y se ha casado con su madre.

Los autores contemporáneos también tiran mucho de la clásica anagnórisis para enriquecer sus obras. ¿Qué sería de la industria del cine sin los giros de guion, que proporcionan las revelaciones de identidad? El célebre «Luke, yo soy tu padre» de Dark Vader o el inesperado descubrimiento de Jack Nicholson en Chinatown, cuando se entera de que Faye Dunaway tuvo un romance incestuoso con su padre, lo que significa que su hermana es también su hija. ¡Chan chan chaaan!

Hay, por tanto, momentos anagnoríticos felices, otros que resultan trágicos y también los hay que producen vergüenza ajena. Porque, en ocasiones, deambulando por Twitter, uno descubre que ese tal Ciudadano Kane (por poner un ejemplo) es, en realidad, una respetada figura pública, con nombre y apellidos, que se cree infalible.

Pero su soberbia tuitera enmascarada va dejando pistas como luces de neón en todas sus cuentas falsas y, sin quererlo, uno identifica sus patrones de estilo, interacción con otros perfiles, así como su histórico de filias y fobias. Et voilé: ahí está el momento anagnorítico ante tus ojos.

Ese trol faltón, intrigante y pusilánime, con ínfulas de castigador moral, queda expuesto y con todas sus vergüenzas al aire. El problema es que ese ‘re-conocimiento’, esa identificación del avatar con su DNI, resulta obsceno y sonrojante. Desnudo de su disfraz, supuran como granos enquistados todas sus frustraciones y complejos. Sin pretenderlo, uno tiene acceso directo al lugar más impúdico de su psique, aquel que solo debería conocer su psiquiatra. Y es entonces cuando la solución de Edipo, arrancarse los ojos con las propias manos, resulta hasta apetecible. Ay, la anagnórisis…