Al caer la tarde, el paseo marítimo se convierte en un bullicioso carrusel humano de sensaciones y estímulos. Entre la multitud se distinguen unos ojos que, como dos faros castaños, dirigen su atención hacia el expositor de helados: fiore de latte, vainilla de Tahití, caramelo con sal rosa del Himalaya... Los sabores le parecen tan sofisticados como los yates que vieron ayer en el puerto. 

Con un sutil toque en el hombro, su marido la saca de su ensoñación: hay que pagar el cucurucho de chocolate que se ha pedido el chaval. Ella rebusca en las profundidades abisales de su capazo de playa y saca una bolsa de plástico transparente que, como una caja fuerte con cierre zip, contiene billetes. Planchados e intactos como si luciesen en la vitrina de un coleccionista, la bolsa exhibe con orgullo la diversidad de sus colores (de 5, 10, 20, 50 y hasta uno de 100 euros). Todo el año ahorrando para disfrutar de estos días en familia. «Mamá, tienes que probar esto», le dice su hijo en griego.

La heladería queda atrás y los acordes de Sultans of Swing inundan el paseo. La música procede de la única cervecería que hay en primera línea de costa. Él está apurando su segunda pinta. Se parece a Michel Houellebecq y, de hecho, fuma como él. Contempla la puesta de sol junto a su chica, una cincuentona alemana que le duplica el peso y que bebe a sorbitos una Fanta de naranja. No hablan, ni falta que les hace. Están a gustísimo. Él se levanta y regresa, cinco minutos después, con dos suculentos souvlakis, que ha traído del restaurante de al lado. Ella lo mira orgullosa y él se pide otra pinta mientras lo devora. La vida no es de color de rosa, pero esta tarde el mundo es suyo. 

El embriagador aroma de los souvlakis llama la atención de dos hambrientos transeúntes que, a su vez, van llamando la atención de cada una de las personas con las que se cruzan. La mayoría los señalan y se dan la vuelta fascinados. Ella es negra y de piel resbaladiza como la noche, su mirada dulce y evocadora; él es rubio, poderoso como el sol y de ojos insaciables. Hablan en inglés y caminan de la mano por el paseo marítimo como si fueran mortales. Su juventud y belleza es un insulto para los dioses.

El único que ignora su presencia es un treintañero solitario que, absorto en un banco frente al mar, le hace mimos a su cacatúa. El animal, preso en su primorosa jaula, le devuelve las caricias a su amo en modo de suaves picotazos de amor.

Gestos, expresiones y miradas universales. A tres mil kilómetros de casa o en La Encarnación. Todos los paseos marítimos son el mismo paseo y nosotros, sus figurantes.