Vivir sin saber qué hora es. Remolonear y desperezarse en la cama. Levantarte porque te lo pide el cuerpo. Comer cuando se tiene hambre. Echarse la siesta sin querer. Ducharse y volver a comenzar el día al caer la tarde. Contemplar la puesta de sol sin pretensiones. Beber sin prisas. No tener ningún plan a corto plazo. Deambular por la calle y que te sorprenda la luna llena en un callejón. Tener una idea brillante de madrugada. Que el cansancio decida la hora de volver a casa. Caer rendido en la cama. Sonreír de pura felicidad mientras sueñas. 

Estas vacaciones son las primeras que estoy disfrutando de verdad desde la irrupción de la pandemia, supongo que como la mayoría. Había olvidado lo que es vivir sin pensar nada más que en el momento presente y dejarme llevar por el ritmo del ahora. 

Para descansar de verdad y olvidarme de mí, yo no puedo limitarme al ‘dolce far niente’, sino que tengo que combinar la ociosidad con el desafío. Para mí, la desconexión es un equilibrio perfecto entre el deleite sosegado y el combate de la voluntad contra la incertidumbre. 

«La propia palabra ‘viaje’ viene envuelta, ya desde tiempos remotos, por un aroma de aventura y peligro, por un hálito de azar veleidoso y seductora incertidumbre», describió Stefan Zweig en un intemporal artículo que tituló Viajar o ‘ser viajado’ (1926), en el que defiende la autenticidad del viaje individual frente al ‘trasladado’ organizado y en grupo. 

Los verdaderos viajes te ponen a prueba. Porque salir del hogar implica perderse, enfrentarse a problemas, improvisar soluciones, encajar la derrota, sortear las estafas, luchar con nuevas lenguas y acentos, equivocarse de rumbo... «Nada se recuerda con más agrado -señala Zweig- que los pequeños contratiempos, las penalidades, los descuidos y los extravíos de un viaje, de igual modo que, ya en la edad madura, uno se regocija sobre todo con las boberías más pueriles de su juventud». 

Estos días, mientras descubro que me he dejado olvidado el pasaporte, corro estresada por los aeropuertos y arrastro mi maleta por los andenes, me viene a la cabeza el cuadro de Dalí La persistencia de la memoria. Yo derrito los relojes cuando me ‘enfrento’ al viaje, cuando salgo de mi espacio de confort y me pierdo en la vorágine de nuevos estímulos y vicisitudes. Solo así consigo trascender el tiempo.

Para gozar del inmenso placer de vivir sin saber qué hora es, primero hay que emplear mucha energía en ablandar los relojes. El verdadero viaje, el que nos desafía, desorienta y agota, es también el que nos permite alcanzar el máximo relax. Porque solo sustituyendo la rutina por la aventura, lo conocido por lo incierto, logramos vivir conforme al latido de nuestros corazones, en lugar de hacerlo sometidos al incesante ritmo del minutero.