El comienzo de mis vacaciones me ha brindado la posibilidad de conocer un poco más a mis tres sobrinos. No es decisión mía, pero la única manera de pasar unos días en la playa por la cara era compartir techo con ellos en casa de mis padres.

Lucas, Mateo y Martín. El de en medio cumplió seis años la semana pasada; los demás tendrán dos años más y dos años menos, digo yo. Y cada uno es insoportable a su manera.

El primer día que llegué me insistieron mucho en que bajara con ellos a la playa. No es que tuvieran ganas de verme, sino que me querían enterrar en la arena. Cedí y no volverá a ocurrir.

Mi hermano, 50% culpable de esta situación, les ha puesto Disney. Sería eso o ingresar en un psiquiátrico. No le culpo. Desde las diez de la mañana hay algún monigote danzando en la televisión hasta la hora de bajar a la playa. Solo sé que no es Dora la Exploradora ni Pocoyó. Por lo que he visto, este animador no enseña a poner preservativos con la boca. Minipunto para mi hermano.

El pequeño se niega a ponerse los manguitos a pesar de que traga agua con una ola de 10 centímetros. No ceder supone un numerito en el prime time de la playa. Que se los ponga su padre.

Aún no se ha dado el caso de que los tres coman sin dar el follón al mismo tiempo. Mi madre, que mueve los hilos, se encarga de que la comida sea acorde a los gustos de sus nietos, pero estos están dispuestos a hacer creer lo contrario, sin venir a cuento, en favor del espectáculo. Nacieron artistas.

La siesta, desafortunadamente, ya es historia. Para ellos. Es el momento de proporcionarles las tan denostadas pantallas para que dejen al resto tomarse un café. El plan no tiene por qué funcionar.

El calor hace imposible salir a la calle antes de las ocho de la tarde. Es entonces cuando el parque se llena de estos seres diminutos que, además, se olvidan constantemente de tirar de la cadena. Martín ha salido cleptómano e insiste en apropiarse de todos los juguetes que llevan otros niños. Mediar para que los devuelva cuesta otro numerito, pero es mejor que lo monte él a que te lo hagan los padres de los otros niños. Mateo, por su parte, es un luchador nato. No hay tarde en la que no se pelee con otro menor. Nunca empieza él. Lucas no sabemos a quién ha salido, pero juega al fútbol y eso permite no hacerle mucho caso.

Así nos dan las diez de la noche y es hora de volver a casa. Es mi turno para perderme con otra gente de mi edad. Ignoro si cenan y procuro volver cuando alguien ha conseguido que se duerman.

En unos días se producirá el cambio de guardia y mi hermano cederá el testigo a mi otro hermano, que vendrá con su prole. Pero con estos ya intimaré otro verano, yo me largo.