En 1859 Charles Gounod estrenó su ópera Fausto, entre toda aquella música notable que contribuye a elevar aún más si cabe el carácter sublime de la gran creación de Goethe, sobresale la actuación del coro de soldados, entre los que se encuentra el hermano de Margarita, cuando regresan a sus hogares. Ajenos al combate cósmico que se está desarrollando entre cielo e infierno por el alma de Fausto, los jóvenes, borrachos de soberbia y arrogancia, cantan felices las alegrías de la guerra. El drama y la destrucción de muchos se ha convertido en el juego y el pasatiempo de estos niños grandes. Se ponen, joviales e inconscientes, a la altura de los grandes antepasados que forjaron la nación; se proclaman los defensores del hogar y de la familia; afirman que son el muro de contención que salvará la patria de las avenidas que mande la Historia en forma de catástrofes, guerras y revoluciones. Cantan alegres los soldados, están ebrios de juventud, empapados de victoria, llaman a la muerte para que les mire, ni siquiera se detienen a desafiarla, son sus amantes, la consideran tan suya como el uniforme que visten. Juegan con fuego y a los dados retan al mismo Satán. Los ejércitos marchan, el Diablo sonríe.