Mi queridísima rubia:

Entenderás que mientras tú vas de arriba para abajo, en ese frenético no hacer nada, yo sigo aquí, esperando que me den el alta del ojo, que como tú decías, ya no somos de goma y hay que mirar lo que queda de vida con cierta precaución, que se nos ha caducado la garantía. Pero prometo que no voy a ser un aguafiestas aunque tú te pongas a bailar a Melendi.

Yo también he recuperado tradiciones veraniegas imprescindibles, pero solo para esta semana, porque el pantalón ya se está quejando. Las botellas de horchata caen como si esto fuera una Oktoberfest fallera y los fartons nos los comemos en casa rabiculados como bratwurst. «Hay que parar ya», le he dicho muy serio a mis padres, mientras abría otro paquete. Lo cierto es que esta bendita casa, construida como un refugio de paz y tranquilidad que mi padre cuida con un esmero inusitado a sus ochenta años, es un no parar de mesa puesta y a veces necesito irme para no comer más, pero claro, voy al cine a ver Thor y me trago dos grandes de palomitas saladas, que dicen que engordan menos, pero engordan.

Es lo que pasa con el verano, como con las Navidades, que un día es un día y cada día que es un día se da la mano con el otro día y caemos en una nueva normalidad hasta que la ropa nos avisa que estamos comiendo por encima de nuestras posibilidades. También sé que no debería importar tanto, pero a la larga, si no corto el pienso, me va a tocar comprar ropa nueva, y me gusta la que tengo. Tú eres de natural el espíritu de la golosina y no engordas pues te puedes permitir el pistacho con chocolate, que luego te das una ducha, te hidratas bien y sales tan pichi. Estás hecha del material de los astros, que brillan y son inmutable. Los demás somos partículas que se encienden con el contacto con la atmósfera, y eso es lo que va a suceder alrededor del día de San Lorenzo, que es cuando son sus lágrimas o, astronómicamente, las Perseidas, esa lluvia de estrellas de la que me hablabas.

Las perseidas se llaman así porque aparecen cuando está la constelación de Perseo, que era hijo de Dánae porque Zeus, que cuando se encaprichaba de una mujer era peor que un hetero con una aguja hipodérmica, se convirtió en lluvia dorada, sí, en lluvia dorada, para preñarla. Perseo luego mató a Medusa, que acabó con esa forma espantosa porque no quiso plegarse a los caprichos de Poseidón, ya que era sacerdotisa de Atenea y el culto mandaba que fuera virgen, además que ella no quería. Hablando de Atenea, por cierto, ella es, desde una perspectiva feminista, quien rompe el equilibrio a favor de los dioses y en contra de las diosas en el Olimpo, declarándose «hija del padre», porque nace de su cabeza en otra historia de cuernos demasiada larga de contar. Si el Olimpo estaba así, imagínate como de validados han estado los hombres de la cuenca mediterránea desde entonces. No te voy a decir que tengas cuidado, pero recuerda que un hand off, o una bofetada, a tiempo te salva de muchos problemas. Se que eso no te va a pasar, porque estás bien cuidada por Ernesto y por Lydia, y no has de tener miedo, que creo que es el principal objetivo de los dichosos pinchazos, pero te lo tenía que comentar.

Los dioses son casi eternos, como las estrellas. Solo hay uno que sepamos que dijeron que murió. Ese fue Pan. Tu amigo Iván, fotógrafo de este periódico, sabe dónde pueden estar sus restos, que los fotografió hace poco en La Manga. Habrá que invitarlo a unas cervezas para que nos diga dónde está tan divino entierro.

Mientras tanto, brilla como tú sabes, sin temor a dios o mortal ninguno

Un beso.