La Opinión de Murcia

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Gema Panalés

Todo por escrito

Gema Panalés Lorca

Napoleón de charca

Lo bueno de hacerse viejo es que uno aprende a reconocer patrones de conducta y comportamiento que de joven le pasan inadvertidos. Descubrirse las primeras canas es como asomarse al abismo, para qué nos vamos a engañar, pero con los años y la experiencia la realidad se vuelve más accesible y nada de lo humano nos es ajeno. Hoy quiero hablarle sobre una categoría de personas que tengo perfectamente fichadas y catalogadas, gracias a una observación minuciosa y a la clarividencia antropológica de mi compañero de viaje.

¿Ha ido usted alguna vez al cine y la taquillera le ha asignado los peores asientos a propósito? ¿Visitado la consulta de un médico que, a pesar de su preocupación, le ha despachado con condescendencia y desdén? ¿Ha corrido como un loco para llegar a tiempo a la parada del bus y, a pesar de conseguirlo, se encuentra con que el conductor ha decidido seguir y dejarle en tierra? ¿Conoce a ese profesor que suspende a un alumno con un 4,9 y le hace repetir curso? ¿Ha entrado a cenar a un restaurante y el camarero le ha obligado a sentarse en la peor mesa, a pesar de que había muchas otras disponibles -que lo seguirán estando toda la noche-?

¿Qué lleva a un ser humano a sentir placer fastidiando a otro? La explicación de mi filósofo de cabecera resulta reveladora:

«Si tú le dices a una persona ‘este ese es tu territorio’, por pequeño que sea, lo convertirá en su reino y se transformará en un tirano que impondrá sus normas, unas reglas con las que solo él podrá ser feliz. Esto ocurre especialmente con las pequeñas cuotas de poder que se dan en trabajos precarios, en los que se explota a los empleados, pero también en los empleos denominados ‘cualificados’, tampoco exentos de precariedad».

De aquí se deduce que las personas que utilizan esa pequeña parcela de poder para joderle la vida a la gente -que son una minoría- lo hacen para compensar su frustración laboral y apatía existencial. No es que sientan una especial animadversión hacia usted ni que sean misántropos intratables, simplemente están dando rienda suelta a su complejo de Napoleón de Charca.

Como la rana más gorda del estanque, que infla su saco vocal para imponerse ante el resto de anfibios, el Napoleón de Charca extiende su posición de poder en su microterritorio, limitando los movimientos y deseos de los otros. Impidiéndoles, en definitiva, ser felices en ese espacio que para él es su prisión de insignificancia, pero en el que puede mandar sobre los demás (o al menos, tener la ilusión de poder).

Así están las cosas, querido lector. La próxima vez que usted dé con un Napoleón de Charca en su vida cotidiana recuerde que ya conoce sus características y patrones básicos de comportamiento y que su existencia, al fin y al cabo, obedece a un ecosistema enfermo.

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