En el barrio de Los Dolores de Cartagena se encuentra el estudio y taller de María José Contador García, profesora de Bachillerato Artístico y reconocida pintora y escultora. El local, un sueño para cualquier artista, tiene un diseño muy contemporáneo con varios ambientes en tres pisos. La foto se la hago con uno de los cráneos de su sorprendente colección y luego charlamos animadamente en una especie de salón, junto a una biblioteca y un gran ventanal, mientras suena, deliciosa, una cálida música de jazz. A María José la veo radiante.

El estudio incluye una cocina comedor, un dormitorio, y varias zonas de almacenaje, unos hornos donde cuece sus esculturas de gres, como el magnífico retrato que hizo para la exposición del Bicentenario de Isidoro Máiquez, «una estatua con paloma y corona de laurel» en la que utilizó a su hijo, un gran dibujante, como modelo.

 De sus antecedentes artísticos me cuenta: «Cuatro de los hijos de una tía mía eran artistas que yo admiraba, alguno de ellos gran ilustrador y copista del Prado». De niña no paraba de dibujar y modelar. Ella era una niña de apariencia frágil y todos le decían que sus manos eran en exceso delicadas como para trabajar el barro. Su tía Antonia era bordadora y le dejaba su dedal más pequeño pero que a ella le quedaba muy grande: «Yo tenía inquietud por todo lo que fuera creativo, así que me dio por hacerle vestidos a las muñecas. Muchas noches no podía dormir, me dolieron mucho las piernas por temporadas, así que me levantaba y me ponía durante horas a dibujar. Mis mejores reyes magos fueron una caja de óleos y un caballete». Me cuenta que se apuntó al taller de pintura de la Sociedad Económica de Amigos del País y que, llegado el momento, «mi padre no quería que me marchase a Valencia, pero le dije que o estudiaba Bellas Artes o no estudiaba nada. Allí me reencontré con el modelado», y me cuenta que aprobó las oposiciones y la destinaron a un Instituto de Avilés, en Asturias, donde tenía que impartir esmaltado y horno, así que se metió en la escuela de Cerámica para seguir aprendiendo.

Y me enseña su colección de cámaras fotográficas, mientras me confiesa: «Siempre he sido muy picaflores, probando técnicas diversas, con una curiosidad imparable. Sin embargo, soy muy autocrítica, a veces demasiado, por eso produzco poco. Me cuesta, pero cuando doy por terminada una pieza, es que para mí tiene calidad». Hablamos de su trayectoria expositiva, me habla de algunas de sus exposiciones que más le han marcado y de cómo su vida le ha ido influyendo en ellas. «Tras mi separación matrimonial, tenía pendiente una exposición en la Galería Bambara y me pasaba los días y los meses sin poder concentrarme. Quise retrotraerme a mis tiempos universitarios y volví a fumar, después de tantos años, y empecé a pintar todos los lienzos con una base roja. Yo estaba encerrada, pero al montar las piezas en la galería, el rojo reverberaba de tal manera que creó un efecto contrario, te expandía a otro espacio: a veces el arte te lleva a caminos que ni tú te esperabas y yo me di cuenta de que había pintado un refugio, cálido, amable y curativo», me dice, con sus grandes ojos de artista visionaria.

Y añade: «Siempre he sido un poco existencialista. Nos encontramos solos en la vida y con mi pintura he conseguido crear espacios. Me gusta la pintura metafísica y no puedo remediar que pertenezco a la generación ‘boomer’, la del ‘baby boom’, tras la Segunda Guerra Mundial. Últimamente estoy cambiando, aceptando el entretenimiento, la novela negra e incluso la comedia, que todo no tiene porqué ser trascendente. Hay que abrirse, pese a todo, a la alegría, que muchas veces yo misma he sido mi mayor enemigo». Y termina: «La vida es como un horno cerámico, nunca sabes lo que va a surgir de la cocción», que es un trasunto de la maravillosa frase de Forrest Gump: humanidad, ternura y altas capacidades, bajo la apariencia de raro y solitario. Y una Maestra que promete aprovechar su prejubilación: le bullen la cabeza y las manos.