Querida rubia:

Espero que el recibo de la presente te encuentre bien, aunque estamos en unos momentos en que cuando nos preguntan si estamos bien usamos la respuesta de la adorada Katherine Hepburn cuando le preguntaban eso por su setenta cumpleaños: «Sí, estoy bien, sin entrar en detalles». 

Dices que decía Goethe que las cartas eran el mejor legado que podía dejar una persona, y mira, no sé yo ¿eh? Prometemos en las cartas el amor que al final no tuvimos, como quien extiende un cheque confiando en que haya fondos, juramos la amistad eterna que, al final, queda en saldo negativo, porque lo hemos gastado en otros y las cartas, en ese sentido, son el fiel notario de todas las tropelías que hemos hecho con la mejor intención y que vienen a abofetearnos desde el futuro sobre lo que hicimos, mientras entre cada bofetón se juntan hasta mezclarse la rojez de la guantá con el rubor de la vergüenza propia, viéndonos en ese momento y preguntándonos desde el futuro eso de «Dios mío, cómo estuve». Las cosas son eternas mientras duran, parafraseando a Vinicius de Moraes, que era todo un optimista de lo suyo. 

Más grave es que las cartas son bandoleros de Sierra Morena. Se quedan olvidadas en los cajones, en los rincones por donde no transitamos frecuentemente y luego vienen a asaltarnos cuando decidimos poner orden a nuestra vida. Y lo peor de todo es que no solemos conservar las cartas que hemos escrito sino aquellas que recibimos y que reflejan lo que en ese momento dijimos (el entusiasmo de aquel a quien en ese momento amamos, o, peor aún, la displicencia oculta que no quisimos ver en nuestro enamoramiento, ¿Señor de mi vida, tan ciegos estuvimos?). Es una epifanía entonces, nosotros abriendo esa carta olvidada, frente a la ventana que está encima de la mesa mientras nos da la luz como en un cuadro de Vermeer, que solo falta el turbante y la perla, y comprendemos las tribulaciones de las heroínas de Austen, esas que suceden ante la carta definitiva que lo aclara todo y desenreda la trama. Eso está muy bien para ti, que eres de constitución delgada, de cuerpo pequeño y de tez clara y pasas muy bien por cualquiera de las heroínas de la autora inglesa hasta que empiezas a jurar como un marinero, pero a mí el talle imperio, aunque digan que estiliza, me queda fatal y se me ve venir de lejos.  

Todas estas disquisiciones nos hacen olvidar que las cartas son portadoras de noticias. La principal noticia, querida mía, es que hoy, cuando te contesto esta carta, empiezo mis vacaciones de verano, después de un fin de semana haciendo de bola de futbolín por la geografía almeriense. He jugado en Adra al rugby, que yo se que tú preguntas qué hago a mi edad jugando a esos deportes. Créeme, yo también me lo pregunto, pero esas inconsciencias son el material de los mejores recuerdos. He dormido en Berja, o por lo menos he estado en horizontal durante la noche. He comido al día siguiente en Partaloa, en casa de un amigo francés que en marzo había sufrido una hemorragia cerebral precisamente allí y ahora te cuenta sus planes para el futuro gracias a la excelente atención recibida en este país y cené en Vera con nuestras queridas Nani y María mientras me acusabas de ocioso y burgués. 

Descubrimos un estupendo chiringuito al pie de playa, huyendo de un mêtre borracho, y mientras reímos y lloramos estuvimos haciendo planes para que te vengas a ver delfines y María nos ha prometido un lugar que nadie conoce donde hacen un buen pescado. Y creo que con esto podemos empezar a hilar el luminoso verano que se promete eterno y que será así, como decía De Moraes, mientras dure.  

Mamá te manda recuerdos.