H ay una cosa que no comprendo. No la comprendo por más vueltas que le doy. No la entiendo y me cabrea. Es algo referido a los contenedores de reciclaje. Veamos, en Barcelona, hay uno amarillo para envases y latas. Hay uno verde para botellas y botes de cristal. Hay uno azul para papel y cartón. Hay uno marrón para el desperdicio orgánico, y uno gris para basura en general. Parece muy sencillo utilizarlos. Si uno, por algún motivo, por ejemplo por padecer una gilipollez supina, con picos de idiocia y psicopatía, se niega a separar las basuras, tiene los grises. Vivimos en una sociedad así de inclusiva para los bobos no diagnosticados y los salvajes.

Por si fuera poco, el uso específico de cada contenedor viene indicado con palabras y dibujos. Los dibujos no tienen ningún misterio: son diagramas tan simples como las señales de tráfico, interpretables hasta para un simio, para un paramecio, para un infusorio. Bien: con esta premisa, ¿por qué demonios el cien por cien de las veces que voy a tirar la basura me encuentro, en el interior de cada contenedor, y en especial de los amarillos y los azules, un maremágnum de desperdicios incongruentes?

¿Por qué, a veinte metros escasos del contenedor azul que hay cerca de mi casa, me encuentro, pero pegados al contenedor gris, es decir, a dos coches aparcados de distancia, un montón de cartones tirados por el suelo? ¿Por qué, desde que cambiaron los contenedores verdes e hicieron más ancho el agujero, noto que las botellas no siempre se rompen, sino que chocan con bolsas blandas, presumiblemente llenas de plásticos? ¿Tal vez sufrimos una terrorífica epidemia de daltonismo, como si viviéramos en una versión de bajo coste de la novela de José Saramago?

Lo digo en serio. Tirar la basura me quita la poca esperanza que tengo en que la humanidad consiga hacer algo para frenar la destrucción del planeta. Equiparo el ejercicio de tirar la basura con el de ir nadando y tropezar con plásticos. Uno se pregunta por la historia de esa porquería extraviada: quién abrió el envoltorio, quién deglutió el contenido, quién -con el máximo desinterés, sin darle importancia- dejó ir el desperdicio con la placidez de la serpiente que deja ir la piel muerta.

«¿Quién ha hecho esto?», vaya, se pregunta uno, como el topo del cuento, aquel que amaneció con un cagarro en la cabeza.

Así que uno tira la basura, sí, pero vuelve a casa con otra peor colgando del brazo.