Tan pertrechados como los jóvenes que acamparon para disfrutar del recobrado megafestival veraniego, aparecieron los vigilantes de seguridad en el supermercado más cercano. Punto de suministro calórico de la marabunta.

Con chalecos antibalas, porras bien visibles y armas más discretas, aquello era un puntazo y una megametáfora, pues a cada pulsión de la mente o del estómago, que iba llenando el carrito, se consumaba el atraco.

El robo no se producía al salir. Ni siquiera por parte de aquellos más intrépidos que, al modo de Woody Allen en Toma el dinero y corre, se llevaban a hurtadillas el carrito para llevar los provisiones. La zarpa en el bolsillo, sin necesidad de exclamar ¡Arriba las manos!, ya se metía en cada etiqueta con los precios. El robo se producía al entrar.

Si los guardianes no atendieran a los que pueden pagarles sino a su oficio de evitar atracos, se hubieran liado a tiros contra la fachada del híper. Acribillando los cristales para que los pobres consumidores no salieran de las cajas como un colador.

Y como del salvaje Oeste se tratara, el duelo mayor, dentro de lo superlativo, se producía con el whisky y con el agua. Aquel que era el primero en llegar al pasillo hacia acopio del líquido como si no hubiera un mañana. En pandilla, cada disparo certero era una muesca en tu prestigio y un ahorro para otros menesteres. A 3,50 el tercio de agua y a 14,50 el cubata junto al escenario les condenaba a la sed y el delirio de pasar una noche de fiesta sin probar gota. Tendrían que estar atentos a una música que no era tal. Lo último.

Cuando ya las tiendas de campaña, sacos, neveras, ropa, condones y botellas vacías siembran el paisaje de la batalla, en el súper se mantienen las hostilidades. Los forajidos siguen disparando a matar. Necesitan fornidos pistoleros que vigilen que nadie se quede fuera.