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Dulce jueves

Enrique Arroyas

Historias sin final

La vida está llena de historias sin final. En realidad ninguna de las historias que vivimos o presenciamos tiene final. Y si algunas aparentemente lo tienen, nos negamos a aceptarlo, confiamos en que aún puede haber un capítulo más, inesperado o, si no hay más remedio, imaginado. Y estamos en nuestro derecho, pues no hay ninguna razón que impida que todo vuelva a empezar, aunque sea escrito en los márgenes, como esas escenas que aparecen sin avisar en el cine tras los inacabables títulos de crédito, como un regalo solo para los pacientes y los perezosos, o los que más sueñan, los que creen que si logran saber qué fue de… comprenderán mejor la historia. Nos resistimos porque todos los finales son tristes y, como dice Ricardo Piglia, a diferencia de los comienzos, que son involuntarios, son premeditados y fatales. Siempre hay un desequilibrio insoportable entre lo fortuito del comienzo y la certeza del final. Lo que empieza como un milagro termina como un destino.

En la vida todo eso es difícil de apreciar porque se dilata en el tiempo. Por eso se escriben cuentos: para obtener algo de consuelo y comprensión ante lo que nos parecen caprichos del azar, o como una forma de venganza contra los puntos suspensivos de la vida. Recuerda Ricardo Piglia que Flannery O’Connor contaba que su tía le decía que nada sucede en un cuento a menos que alguien se case o mate a otro en el final. En uno de los relatos de la escritora estadounidense un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, pero la abandona en un hotel en mitad del viaje de boda para continuar su camino solo. La tía de la autora protestaba contra ese presunto desenlace, quería saber qué le sucedía a la hija idiota tras el abandono. Sin un final no hay sentido. Pero aquí sí lo hay. Lo que nos enseñan los cuentos es que los finales son fáciles de ver y difíciles de interpretar. Y otra cosa más importante: quien lo vive, lo sabe. Como lectores, aunque no captemos del todo el sentido de la historia, sí sentimos que los que están implicados la han comprendido de la forma más natural. Eso hace que se mantenga el misterio que vuelve verdadera una historia. «El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos, es el arte de la percepción errada y de la distorsión», escribe Piglia.

Los cuentos de Isak Dinesen se componen de historias encadenadas que se cuentan unos personajes a otros. Están llenos de signos difíciles de descifrar y de milagros. Están llenos de comienzos. El propio relato es un milagro y un comienzo para quien lo escucha, como si estuviera ahí para recibirlo. También es un final. Y hacia él se encamina el protagonista como si solo para él estuviera escrita la historia y solo él la comprendiera. Y está bien que sea así para nosotros, los lectores, porque de su enigmático sentido se alimenta nuestra secreta esperanza de que todo continúe.

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