«Yo es que de Alicante p’arriba no me fío ni de mi madre», dijo mi vecino Juan Alfonso mientras se limpiaba el polvillo naranja de los kikos con la cubierta del sofá. Le pregunté si su madre era alicantina. «Es una forma de hablar, vecino, hostias -siguió-, me quiero referir a que de Alicante p´arriba la gente es ladina, tisereta». Asentí. Miré hacia el balcón. Calculé los pasos necesarios para llegar y saltar. «El aire podías ponerlo, ¿no? Ponte el aire, hostias, que vas a ser el más rico del tanatorio». «Del cementerio», dije. 

Me apuntó con la barbilla. El mando estaba en el mueble de la tele. Encendí el aire. Volví a mirar al balcón. Desde ahí eran menos pasos. Dos o tres menos. 

No sé cómo me las gobierno. Tenía la columna a punto. Esta vez sí: Efecto Feijóo. López Miras, Valcárcel, la pobre Patricia Fernández... todo. Enfilé el último párrafo. «En resumen», escribí, y me subió un rampazo por la espalda. Me puse una camiseta. Llamé al timbre del vecino. Sabía que volvería a aparecer. Destrozaría mi columna. Mi brillante columna. Quise pillarlo desprevenido y acabar con aquello. Aporreé la puerta. Abrió. «¡Hombre, vecino!». Llevaba moño y una Steinburg en cada mano. «Vamos a tu casa mejor, que esto está pa meter la pala», dijo, y volvió a pasar de lado entre el quicio y mi hombro. Y volvió a esclafarse en mi sofá, que volvió a convertirse en un cojín deformado. Encendió la tele. Le pregunté si leía columnas. «¿Columnas?», dijo. Puso YouTube. Miró a su derecha y chasqueó. «Columnas», repitió, como si se le acompañase un cómplice invisible o enano o las dos. Le dije que yo era columnista. No pongo la frase literal porque eso no hay manera de decirlo sin hacer el ridículo. Y que me estaba jodiendo mi columna. Fui más allá: «Efecto Feijóo».

Y ahí dijo lo de Alicante. Cinco pasos me separaban del balcón. Juan Alfonso levantó el índice. «¡Miento! -gritó-, hay uno de Alicante p’arriba del que sí me fío. Verás, vecino. Siéntate». Palmeó la uña de polipiel negra que se resistía al yugo de su ojete. Apuré la lata. Entró la música de Rocky. Luego, una R amarilla en Comic Sans. «¡Don Rafael Nadal Parera!». Me levanté. Cinco. Cuatro. Tres pasos. Abrí la puerta del balcón. Una bofanada de aire cocido me dio un guantazo. Él abrió los brazos: «Capullo, vecino, ¿tampoco don Rafael Nadal Parera?».