Ojos lacustres. Rubia pero no fatal. Distante. Dueña de una elegancia sobria, como de paisaje suizo. Lo mejor del rostro es sin duda la sonrisa cuando muestra los dientes, donde se le adivina el buen pedigrí, aunque ostente el título de baronesa (y el castillo) por la vía del matrimonio. A simple vista, podría semejar una dama lánguida, con cofia blanca, salida del pincel de Vermeer e inmersa en la lentitud de un interior doméstico. Pero, ojo, en el arco de las cejas se adivina dureza, voluntad de titanio y una loable virtud: la lealtad. Pese a la aparente fragilidad, la conservadora Ursula von der Leyen, la primera mujer en presidir la Comisión Europea, tiene más resistencia que una ortiga y es una consumada amazona en la especialidad de doma clásica. No le viene mal a la institutriz de Europa.

El nombramiento le sobrevino un poco por chiripa. Alemana y mujer. Fue el golpe de efecto que orquestaron entre bastidores su compatriota la canciller Angela Merkel y el presidente francés, Emmanuel Macron, para desatascar las negociaciones ante el insistente rechazo del grupo de los tacañones (Hungría, Eslovaquia, Polonia y la República Checa) al candidato del grupo socialista, Frans Timmermans. Consenso por ignorancia para un cargo que, recién estrenado, se le convirtió en una montaña rusa de sobresaltos (y nunca mejor dicho). Primero, la presidenta tuvo que pactar a contrarreloj una salida comercial con los británicos tras el portazo del Brexit. A continuación, cayó la peste bubónica reencarnada en el covid; cuando no arrancaba la producción de vacunas, Von der Leyen consiguió convencer a los Veintisiete de que adquirieran los antídotos de forma conjunta para obtener mejores condiciones e impedir que la puja se convirtiera en un bazar fenicio, como sucedió con las mascarillas. Y luego, la maldita guerra en Ucrania y el temor de que Putin cierre la espita. Ahora mismo, superwoman se encuentra en Azerbaiyán para cerrar un acuerdo que incremente la producción de gas. Solo faltaba este invierno una Filomena bis.

Esta mujer no para. Enérgica, adicta al trabajo, atlética a sus 63 años, inteligente, con una gran capacidad de comunicación. ¿Su arma secreta? La disciplina germánica: el despertador suena a las seis de la mañana, y se ha hecho habilitar un estudio de unos 25 metros cuadrados dentro del edificio de la Comisión Europea para no perder el tiempo en los desplazamientos. Se rodea de un reducido grupo de colaboradores traídos de Berlín, no delega y le cuesta adaptarse al trabajo en equipo. Sus detractores la apodan einzelgängerin, la caminante solitaria.

Debió de aplicar la misma receta de diktat y mano de hierro en el gobierno de una casa con siete hijos, casi todos rubios, como de anuncio de cereales para el desayuno. «Una vez se tienen tres, es fácil. La logística ya está montada. Solo hay que engrasar las ruedas de tanto en tanto», ha declarado en alguna entrevista, pasando por alto la inestimable ayuda del servicio doméstico. A su marido, Heiko von der Leyer, joven cachorro de la nobleza prusiana con ideales izquierdistas, lo conoció en el coro de la facultad de Medicina de Hannover, donde ambos estudiaban. Madraza y al mismo tiempo feminista, pues le ha tocado enseñar los colmillos en algún desplante machirulo, como el que le dedicó el presidente turco cuando la relegó, en una reunión de alto copete, a un sofá lateral, apartada de los varones.

La crianza de los niños retrasó su debut en política hasta los 43 años en un discreto cargo local en el land de la Baja Sajonia, hasta que Merkel le echó el ojo y la hizo tres veces ministra. La última cartera, Defensa, la abandonó con el rabo entre las piernas por el desgaste inherente al cargo y un asunto turbio en las contrataciones.

De todas formas, el gusanillo político y la vocación europeísta las llevaba de fábrica, revueltas en el torrente de la sangre: su padre, Ernst Albrecht, estuvo con el mismísimo Konrad Adenauer, primer canciller de la RFA y padre del llamado «milagro económico alemán», en la firma en 1957 del Tratado de Roma, que instituyó la Comunidad Económica Europea. De hecho, la presidenta europea nació justo al año siguiente y en Bruselas, donde su progenitor trabajaba en la Comisión. Sus trece primeros años los pasó, pues, entre funcionarios comunitarios y moules frites.

Su horizonte es el azul de un continente integrado. Como buena conocedora del intríngulis, sabe que a Europa o le echas gasolina o se le gripa el motor (con perdón por la metáfora).