La Opinión de Murcia

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Gema Panalés

Todo por escrito

Gema Panalés Lorca

Moda ética

Hay un comercio en esta ciudad en el que en lugar de decir «buenos días» y «hasta luego», una siente que debe saludar a las empleadas con la expresión «bendito sea el fruto» y despedirse de ellas «con su mirada». Las chicas que trabajan allí visten un inquietante uniforme más propio de la distopía de El cuento de la criada que de nuestra realidad ‘crop top’: una especie de sayo informe en tonos grisáceos y con textura de tela de saco, que cubre el cuerpo de las dependientas hasta los tobillos y que está rematado con un tocado a juego. Por supuesto, la política de austeridad y modestia en el vestir solo afecta a las uniformadas jóvenes, ya que el jefe del negocio lleva ropa normativa o no distópica.

Vestir uniforme ahorra tiempo y simplifica la vida. Los padres de hijos en edad escolar lo saben bien y los trabajadores que lo hemos llevado, también. El uniforme iguala a ricos y a pobres y nos identifica y hace visibles como parte de un grupo. Lucen uniforme los curas y las monjas, los bomberos y policías, los dependientes y camareros, las juezas y doctoras… Pero también llevan uniforme los enfermos y los presos. Mi revista de moda de cabecera lo tiene claro: «Para vestir bien hay que permitirse el lujo de pensar libremente». Libertad de pensamiento, pero no de vestimenta, en este caso.

Porque si el uniforme nos iguala, también nos despersonaliza. El objetivo del uniforme es borrar nuestros rasgos individuales para disolvernos en la semejanza, poniendo el acento en aquello que hacemos en lugar de en quiénes somos. Llevar cada día un atuendo elegido por otra persona (en ocasiones con un criterio estético delirante) puede ser un recordatorio constante de nuestro sometimiento a la institución o empresa de turno.

El experimento de la cárcel de Stanford puso de manifiesto el peligro de los uniformes y su enorme poder a la hora de legitimar actos más que cuestionables. Participaron en él una veintena de voluntarios (todos jóvenes universitarios de clase media), que fueron divididos de manera aleatoria en dos grupos: carceleros y presos. Los primeros vestían uniforme militar caqui, mientras que los segundos recibieron batas sin calzoncillos con números cosidos. Como complementos, los policías llevaban gafas de espejo para impedir el contacto visual y los presos unas medias que debían ponerse en la cabeza para simular el corte al cero.

La ropa de unos y otros, así como los roles de situación asignados, contribuyeron a que los participantes de ambos bandos interiorizaran los papeles hasta el punto de que el experimento se descontroló a los pocos días. Personas normales se convirtieron en perversos y sádicos ‘guardias’ que se cebaron con los falsos ‘reclusos’, una conducta que los investigadores atribuyen a la desindividualización de los participantes, es decir, la pérdida de conciencia individual en favor de la pertenencia al grupo.

Mi revista fashion de cabecera habla mucho de ‘moda ética’, aquella que está comprometida con la producción de prendas sin sufrimiento animal y que es respetuosa con el medio ambiente. Los animales y la naturaleza parecen centrar hoy todos nuestros esfuerzos éticos. ¿Para cuándo un artículo sobre los uniformes y las personas que los llevan?

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