La Opinión de Murcia

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New york, New York (2)

La metrópoli en papel de periódico

Hoy no hay un pelotón de pasajeros del metro con el New York Times debajo del brazo y es que la realidad es mucho menos poética que en las películas

Un grupo de vendedores de periódicos en Nueva York. L.O.

Se me cayó un mito cuando descubrí que en Nueva York ya nadie lee periódicos. Me refiero al formato clásico, a los periódicos en papel. La enfermedad galopante que está acabando con los quioscos de todo el mundo hace tiempo que sacudió con fuerza esta ciudad. Uno pasea por el distrito financiero con la esperanza de encontrarse a uno de esos ejecutivos buceando en los datos económicos de las páginas centrales del Wall Street Journal, o piensa que en cualquier parada de metro verá a un pelotón de pasajeros con el New York Times debajo del brazo y comprueba que la realidad es mucho menos poética que en las películas. Los teléfonos móviles se han apoderado, también, de las noticias. Únicamente en los lobbies de los hoteles o en ciertas cafeterías se puede contemplar a unos cuantos románticos devorando las crónicas neoyorquinas en esos diarios de casi un metro de amplitud. 

The Globe.

The Globe. L.O.

La imagen que yo tenía de la prensa en Manhattan era la del comienzo de Chantaje en Broadway (1957). La noche ha caído en la ciudad. De las puertas traseras de The Globe salen paquetes de periódicos recién cocinados. La tinta se huele a kilómetros de distancia, hay rastros de ese ‘sweet smell’ del título original por todos lados. Los repartidores conducen unas furgonetas con la mercancía y comienzan a depositarla en los distintos puntos de venta. En uno de ellos, en el corazón de Times Square, Sidney Falco se hace con un ejemplar y busca Los ojos de Broadway en la sección de Opinión, la célebre columna en la que J. J. Hunsecker disecciona diariamente las intimidades de la isla. Inmediatamente nos damos cuenta de que algo no le gusta. Apenas lee el titular arruga el papel y lo tira a la basura. A partir de este momento Alexander Mackendrick convierte Nueva York en un laberinto de ratas con un duelo interpretativo de gran altura. De un lado tenemos a Burt Lancaster, un periodista faraónico cuya máquina de escribir tiene la fuerza de una bomba de hidrógeno. Del otro, su agente de prensa, un Tony Curtis sanguinario que se convierte en su perro faldero y, en última estancia, en su enemigo íntimo. Lo más perturbador de la película y lo que termina por destruirte es su análisis despiadado sobre el poder y sus terribles consecuencias.

Si lo que nos interesa es el periodismo de sucesos, Mientras Nueva York duerme (1956) es la mejor opción. The Sentinel sigue la pista del ‘asesino del pintalabios’, un criminal que opera de noche y que desde hace un tiempo mantiene a la ciudad en vilo. El noticiario ha basado toda su estrategia comercial en este caso. El propio señor Kyne, propietario del gran emporio informativo, ha sido diametralmente claro en sus direcciones, quiere «a todas las mujeres del país muertas de miedo cada vez que se pinten los labios». Pero todo ese mundo periodístico propuesto por Fritz Lang es, en realidad, un pretexto para desnudar la codicia del ser humano. Los principales responsables del diario formaran parte de una competición y el que consiga resolver el caso tomará las riendas de la empresa. De esta manera, seremos testigos de una guerra que va a librarse más allá de las paredes de la redacción, y nos haremos una idea de lo que debió de ser la vida de aquellos hombres al filo de la noticia a través de sus conversaciones en el bar de la esquina, los líos de faldas y sus noches en vela. 

The New York Banner.

The New York Banner. L.O.

De todos los periodistas que ha dado Manhattan creo que el personaje de Humphrey Bogart de El cuarto poder (1952) es al que más admiro. The Day, el periódico que dirige, ya no es rentable y los propietarios han decidido venderlo. En el rostro de nuestro hombre se adivina una sombra de preocupación. No solo se enfrenta a la pérdida de su oficio, también pesa sobre sus hombros el futuro de una docena de familias. Por eso decide ir a por todas y saca a la luz los negocios sucios de un jefe mafioso. Sorprende que, a pesar de caminar continuamente por un desfiladero, el tipo siempre se mueve con una gran templanza, como si todos esos lugares peligrosos en los que se adentra formasen parte del salón de su casa. El cuarto poder ofrece, además, la mejor redacción y sala de máquinas que ha mostrado el cine. Impresionan todas esas máquinas de escribir echando humo en el piso de arriba y, a escasos metros, los operarios llenos de grasa poniendo a punto las rotativas para la posterior impresión masiva. Es demoledor verlos trabajar. ¡Cómo pudimos dejar marchar aquella época!

The Day.

The Day. L.O.

Pero la mejor definición de lo que es el periodismo no la encontraremos en la isla. Para ello tendremos que viajar varios cientos de millas hacia el oeste, nada menos que a un pequeño pueble de Alburquerque en Nuevo México. Hasta allí llega Charles Tatum después de estar dando tumbos por varios de los medios de referencia del país incluido el New York Times. Irrumpe en las pacíficas oficinas del Albuquerque Sun-Bulletin con la fuerza de uno de esos tornados que habitualmente sacuden el estado. Es mítica su descripción de los días en los que trabajaba en Manhattan y la manera en la que les explica a esos aburridos reporteros cómo debe generarse una buena noticia. Solo un tipo con su falta de escrúpulos será capaz de levantar un parque de atracciones alrededor de un pobre diablo atrapado en una mina y convertir en oro cualquier acontecimiento que caiga en sus teclas de escribir. En este oficio, Tatum demuestra ser un encantador de serpientes con un estilo literario brillante donde la verdad y la mentira se diluyen en unos artículos que van directos al corazón de sus lectores.  

Ya de regreso a Nueva York, y con todos estos nombres en el horizonte, solo resta imaginarlos habitando sus rincones más siniestros, acodados en los clubs nocturnos a la espera de cerrar una entrevista o de matizar una información de última hora y, sobre todo, de leer sus textos en esos papeles color ceniza que se han quedado a vivir en la memoria de cualquier cinéfilo.

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