Amanece y todos los amaneceres debería ser como la suite número 1, op. 46, que Edvard Grieg pensó para su Peer Gynt. Amanece, viene un día cargado de promesas, el comienzo de una jornada o el alba de una vida entera. No podemos saberlo, pero nos inunda la esperanza, los rayos del sol descienden pausadamente desde un punto imaginario en el cielo y es como si se abriera un abanico decorado con idilios y paisajes, bosques, lagos y montañas que acabaran de nacer; como nosotros, como si todos nosotros y el mismísimo mundo hubiéramos comenzado a respirar juntos ese día, el día de nuestro nacimiento, igual que si formáramos parte de un único y gigantesco ser, como si el momento de abrir los ojos por primera vez fuera también el mismo instante en que cobramos consciencia de nosotros mismos. 

Aún no sabemos lo que el destino nos depara pero tenemos la mirada confiada de un espíritu inocente, infantil, recién nacido. Desconocemos retos, despreciamos nuestros límites. A fuerza de indiferentes somos valientes, nos baña el sol de la mañana y todo es posible ante nosotros.