La Opinión de Murcia

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Enrique Arroyas

Dulce jueves

Enrique Arroyas

Mujeres enamoradas

El verano es un buen momento para releer aquellos libros que nos han dejado huella. Por azar ha caído en mis manos Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence, y no he podido resistir la tentación de quedarme a vivir en su valle de minas de carbón, rezumante de pasiones, deseos y oscuros presentimientos, en sus paseos por el lago, donde las esperanzas juveniles duran un instante, y de reencontrarme con antiguos amigos de otros veranos: Gudrun y Úrsula, Birkin y Gerald, todos ellos enamorados, es decir, «al borde de un vacío, un horripilante abismo».

Es una forma también de reencontrarse con uno mismo y ver cómo hemos cambiado. En Birkin reconozco a la persona que fui, en Úrsula descubro a la persona en que me gustaría haberme convertido. En aquel verano, los tres éramos jóvenes y teníamos toda la vida por delante. Podíamos sentarnos a tomar el té en el prado y filosofar, observar las hojas por delante y por detrás, experimentar sin tomarnos demasiado en serio. Ahora ellos siguen en el mismo sitio, congelados en sus vestidos de seda y sus trajes blancos, en el mismo momento en el que todo se va a precipitar, pero todavía no lo ha hecho, y las emociones más profundas están intactas. Y yo, con mi inútil experiencia, me paseo entre ellos, que se han acuclillado al borde del lago, y les robo un poco del fulgor del sol en el agua, donde danzan las margaritas como diminutos nenúfares, «puntos de exaltación aquí y allá», mientras los miro a ellos, conmovidos y «embargados por un extraño sentimiento, como si algo intangible estuviese ocurriendo».

Birkin es un joven algo arrogante y resentido, puro en su añoranza de absolutos, peligroso en su desprecio de la mediocridad. Aprecia la belleza de la naturaleza y aborrece a la humanidad como a un árbol podrido que todo lo contamina. Desea lo definitivo del amor, su esencia pura, pero no cree en su realidad. «Entonces, ¿en qué crees?», le pregunta Úrsula, que admira su fuerza y su rabia, pero no su fría racionalidad. Ella está más allá de esas contradicciones. Prefiere que nadie se apropie del amor, ni siquiera aquellos que pretenden salvarlo de su corrupción. Cree que la razón no es suficiente porque desencadena algo maligno cuando aplica su furia contra todo y en su lucidez lo destruye llevándose por delante la inocencia.

Para Úrsula, hay una frontera que hay que preservar fuera del conocimiento: la compasión, la belleza, el amor. Él construye complicadas teorías que detengan el amor en «un equilibrio entre las estrellas». A ella, en cambio, le basta con sentirlo.

El amor es un combate a vida o muerte cuyo conflicto se nos oculta, como si solo en la ignorancia de su sentido se pudiera alcanzar la plenitud. No es posible el equilibrio. El amor nos descoloca, nos supera, pero nos salva. Lo sabía ya entonces Úrsula. Él tendrá toda una vida para aprenderlo.

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