Hace calor, mucho calor. Mucho más calor que antaño, ya que hoy en día nos quejamos de todo: si llueve porque llueve, si hace viento porque hace viento, si suenan las campanas porque las campanas suenan. Nos hemos vuelto excesivamente sensibles y suaves.

En días más sufridos y con menos quejas, el aire acondicionado era cosa de los americanos. Aquí con la llegada de julio y con el sol a plomo, una vez terminado el curso escolar las familias se movilizan para afrontar un nuevo verano. Una hégira mucho más breve que antaño. No, ya no son aquellos veraneos de tres meses que nos acercaban a la naturaleza, al mar o la montaña. Unos veranos que iniciábamos como imberbes y del que regresábamos con bigotes como los de un carabinero.

Todo cambia, sí. La segunda vivienda es algo normal en nuestros días, pues ayer en estas calendas y para los menos, los veranos demandaban casita alquilada en el litoral o en los montes de la cercana Alberca.

El motocarro en la puerta cargado con colchones, maletas y seleccionados tiestos indicaban que el vecino se iba de vacaciones. Otros cargaban el 600 hasta la bandera, incluida la suegra, aquella que siempre negaba sus intenciones de viajar hasta la playa alegando aquello de «jaula nueva, pájaro muerto». Quizás por ello subía la primera al histórico utilitario y le endosaban la jaula del canario entre niños revoltosos y sudorosas madres. El modesto auto se lanzaba con arrojo a las cuestas del puerto de La Cadena. ¿Has cerrado la llave de paso? ¿Has quitado los plomos? ¿Has cerrado bien?… Sí, allí al volante va el héroe, el futuro Rodríguez, rodeado de patos salvavidas, balones, gafas de bucear, la maceta del geranio en la nuca, la mamá política y los sueños de un verano feliz que nunca disfrutará excepto los fines de semana. El verano ha comenzado un año más, bienvenido sea.