La Opinión de Murcia

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La hoguera

Firmar garabateando un pene

Un australiano, de nombre Jared Hyams, firmó una vez un documento oficial con el garabato de un pene. No tenía ninguna intención particular más allá de divertirse y ver qué pasaba. Según explicaría a la prensa, aquello «hizo saltar mierda contra el ventilador». Cuando empezó a recibir quejas y amenazas de las instituciones por su extraña manera de rubricar, se matriculó en Derecho firmando sus papeles de esa forma y emprendió una serie de procesos judiciales para lograr el permiso del Estado.

Firmar con un símbolo fálico como el que los críos pintarrajean en el pupitre de clase o la puerta del urinario público se convirtió en una especie de cruzada para Hyams. Otros iban a Jerusalén a matar turcos, o preparan atentados con bombas en Nueva York, o en Atocha, o exterminan a los judíos para purificar la raza aria, así que lo de Hyams no creo que sea para tanto. El caso es que provocó un lío descomunal.

Ante la furia y las amenazas de las autoridades, Hyams declaró que, una vez que hubiera conseguido el permiso oficial para tener esa firma, la cambiaría. Que solo quería comprobar hasta dónde mantenía el Estado la decisión ridícula de impedírselo. Y al final, claro, pasó lo de siempre: un acto absurdo produjo absurdos mayores. Las autoridades llegaron a sugerir que con esa firma acosaba sexualmente a los funcionarios públicos. Era una acusación grave y desnortada que animó a Hyams a perseverar. Siguió preguntando qué diferenciaba su garabato de cualquier otro. Siguió yendo a juicios. Siguió rascando, desde el absurdo, en una costura del sistema.

Puede debatirse si Hyams es un idiota, un poeta o un héroe, pero cuando Baudelaire dejó escrito que el mal gusto es fascinante por el placer aristocrático de disgustar, se refería a esa actitud. No a la de los aristócratas de cuna y blasón que miran con desprecio al servicio, sino a la de los autoproclamados: modernistas, en general pobres como ratas, que disparataron su gesto, su ingenio y su sensibilidad hasta un grado de sofisticación extravagante, capaz de epatar al burgués ahorrador. Cada generación trae un buen puñado de esta clase de aristócratas.

Desde el punto de vista baudeleriano, la gamberrada (hasta la más estúpida y chabacana) puede tener algo de sublime, y de redentor, porque la provocación es una de las pocas armas de que disponen los que no tienen nada. Además, aunque esa pulsión provocadora puede tacharse de infantil, no es estéril, porque ha sido la energía motriz que proporcionó impulsos al arte y la literatura.

De hecho, los artistas han sido tan intuitivos y descerebrados como el australiano Hyams a la hora de ponerse manos a la obra. Todas las teorías sobre el urinario que Marcel Duchamp envió a un jurado artístico del que formaba parte, objeto cuya incongruencia cambió el rumbo del arte para siempre, todas, se hicieron a toro pasado. Hay quien vio en La fuente una metáfora de la guerra en 1917, un resabio de Dánae o representación del útero materno, pero Duchamp dijo simplemente: «Les arrojé a la cabeza un urinario como provocación y ahora resulta que admiran su belleza estética». La provocación y la belleza no son para todos los gustos, y a veces resultan difíciles de distinguir.

En este sentido, escribió Buñuel, los surrealistas no empleaban bombas, pero luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista de la época, vieron durante mucho tiempo en el escándalo el revelador potente, capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar.

Años más tarde, en el entierro de uno de los surrealistas, un Breton viejo y deprimido, se quejó así delante de Buñuel:

—¡El surrealismo está muerto, ya es imposible escandalizar!

Es una pena que no viviera para degustar la fabulosa tendencia a escandalizarse por nada que hemos alcanzado en nuestra época, le hubiera divertido mucho. Pensemos un momento en la firma de Hyams: logró demostrar, sin hacer daño a nadie, que hoy tiene sentimientos hasta la burocracia, puesto que es capaz de ofenderse. ¡No es poca cosa!

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