El texto del Evangelio de Lucas que se nos propone en el día de la celebración del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, conocido como Día del Corpus, es aquel en el que Jesús da de comer a miles de personas con tan solo cinco panes y dos peces; la multiplicación de los panes suele llamarse. La lectura tradicional ha puesto el énfasis en el hecho portentoso, mientras que no repara en lo más trascendental: Jesús congrega a un inmenso gentío y les habla del Reino de Dios y cura a la gente. Esta es la labor constante de Jesús: construir el Reino en sus mentes y en sus cuerpos.

Lo construye en las mentes mediante un proceso de transformación mental que permite abrir la posibilidad de una realidad distinta, de otra manera de organizar la vida y la realidad cotidiana. Es muy probable que ante ese gentío contara muchas parábolas de las que el Evangelio está lleno. Con estas parábolas destruye y reconstruye un tipo de mentalidad que tiende a la resignación ante el mundo tal y como es, con la injusticia lacerante que mantiene postradas a las mayorías sociales que no solo necesitan otra forma de comprender el mundo, sino también alimento para el cuerpo, sanación de las enfermedades y muchos cuidados. Jesús da lo uno y lo otro, predica y da trigo. De eso trata el Evangelio de la mal llamada multiplicación de los panes y los peces.

El relato evangélico nos muestra a las muchedumbres que siguen a Jesús y la necesidad de darles de comer. Los discípulos no ven cómo hacerlo, pero Jesús les ordena que se distribuyan los escasos alimentos de que se dispone. Se reparten entre todos, se sacian y sobran doce cestos llenos. El signo no puede ser más evidente: en el banquete de Jesús, que luego será la Eucaristía, se comparte lo que se tiene y es suficiente como para saciar a los presentes y aún alimentar a quienes lo necesiten.

En el banquete de Jesús, es él mismo quien nos alimenta, porque su palabra, su vida y su compromiso son nuestro alimento. Nos nutrimos de cuanto forma parte de la vida de Jesús y eso es suficiente para saciar nuestras necesidades vitales, pues no solo vivimos de pan, sino que necesitamos tanto como el pan las rosas. Cristo se nos da como alimento perfecto para hacer crecer en nosotros, como comunidad, el Reino por el que vivió y murió.

Cada vez que compartimos el pan y las rosas damos testimonio de su vida y su entrega. En medio de la comunidad que vive el Reino se hace presente Cristo como el que nos hace a su imagen y semejanza. Por eso Jesús se identificó con aquello que expresaba la esencia de su vida y su entrega, con el pan y el vino: «esto es mi cuerpo…, esta es mi sangre». La Iglesia, en la Eucaristía, es ese cuerpo y esa sangre, es Cristo.