La Opinión de Murcia

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Enrique Arroyas

Dulce jueves

Enrique Arroyas

Luz, un enigma

Qué difícil y doloroso resulta aprender que donde más ilumina la luz es en la oscuridad, pues la luz no está hecha para ampliar la claridad, sino que encuentra su lugar exacto en lo oscuro. Hay una novela de Marilynne Robinson que muestra muy bien esto. Allí encontramos a su protagonista, Jack, en la mitad de la vida, convertido en un alma perdida, poco más que un vagabundo que no encaja en ningún sitio, excepto en el corazón de una mujer que lo ama contra toda esperanza y contra toda razón. La primera escena es un larguísimo diálogo entre ellos dos, solos, de noche, en un cementerio donde se han quedado encerrados. «¿Se ha fijado alguna vez en que si enciende una cerilla en una habitación a oscuras, parece propagar mucha luz. Pero si la enciende en una que ya está iluminada no parece ni notarse? —le dice ella—. Si se añade luz a la luz, tendría que haber más. Tanta como si se añade luz a la oscuridad. Pero no creo que sea así. Es un enigma».

Son todavía casi unos extraños el uno para el otro, y aunque no conocemos su destino, esa escena nos brinda la posibilidad de contemplar el amor en el instante en el que nace entre ellos, sin que se den cuenta, de la misma forma como dicen que llega la gracia: «Cualquier espíritu que los mirara pensaría que estaban ahí tras años de afectuosa amistad, atravesando el cementerio de camino al tipo de futuros que la gente tiene habitualmente, el desamor, el matrimonio o lo que sea».

La conversación discurre en la oscuridad, donde, paradójicamente, no hay posibilidad de ocultarse, pero donde todavía no puedes ser mirado, pues lo que nos rebaja se puede tapar amablemente, en el umbral de la claridad. Una oscuridad hecha de luz. Ese es el lugar del amor, una promesa de perdón, de aceptación del otro cuando hemos visto su alma, pues el alma solo puede verse en ese tipo de oscuridad. En otro momento de la novela él le pregunta a ella qué es el alma, a lo que ella responde: «Eso de lo que no puedes deshacerte». Lo mismo podía haber dicho: aquello que se ve en la oscuridad con la pequeña llama de una cerilla. Por eso ella puede decirle que es como los demás, que no es un proscrito, que no está condenado por sus pecados, y que la oscuridad lo tapa todo para iluminar la verdad de lo que uno es, pues la verdad permite que una llama muestre lo que nadie ve.

El alma no tiene culpas, heridas ni fracasos, al menos no en la medida en que puedan borrar su condición sagrada y el milagro que supone su reconocimiento cuando gracias al amor somos capaces de, aunque de forma humanamente imperfecta, mirar como Dios nos mira.

Tenemos mil formas de hacernos daño. Pero solo una de mitigar el dolor.

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