La Opinión de Murcia

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ESCARABAJAL, DIONISIO

Jodido pero contento

Dionisio Escarabajal

Adictos a las criptomonedas

Cuantas más estafas se producen y mayor presión ejercen las autoridades financieras y políticas por regular estos activos financieros que funcionan, aparentemente, en el lado oscuro del sistema, más adictos se vuelven

Ilustración de Leonard Beard.

Explicar el dinero y su funcionamiento siempre ha sido algo mucho más complicado de lo que parece a primera vista. Antes del dinero fue el trueque, con su ineficiente sistema de cálculo de equivalencias. Pero con el trueque, al menos, las cosas estaban meridianamente claras hasta para la mente más simple: una oveja es una oveja aquí y en Pekín. Y el oro también es oro, aunque siempre ha existido el ‘oro que cagó el moro’, una forma ruda de designar algo dorado, pero ni mucho menos el metal macizo que se espera. Después vinieron las monedas áureas, que eran una supuesta concreción del mismo metal en forma de piezas con una acuñación identificable. El lío se armó cuando las monedas empezaron a acuñarse con aleaciones cada vez más degradadas por la inclusión de metales menos nobles, que permitían mantener la apariencia pero hurtaban al poseedor del valor intrínseco que se suponían que tenían. Inmediatamente se hizo realidad el principio de ‘la moneda mala expulsa la buena’: la gente se guardaba para sí mismo las piezas auténticas y seguía jugando al trasiego de dinero con las monedas falseadas. 

Después de la bancarización de la economía, los Estados se dieron cuenta de que el dinero ‘fiat’ que emitían las nacientes casas financieras en cada vez mayores cantidades sin apenas control, estaría en mejores manos y sería más creíble si las garantías fueran públicas, con el respaldo del propio Estado. Así el dinero se simbiotizó con la propia institución de los nacientes Estados en la alta Edad Media, y nunca más abandonó la fortaleza estatal. Hasta hoy en día, el dinero es algo más o menos sustancial (monedas, billetes o anotaciones bancarias tienen diferente entidad analógica o digital) ligado indefectiblemente a la entidad estatal (o supraestatal en el caso único del euro) que lo emite. Pero al final no deja de ser una convención admitida por todos. El dinero en sí no vale nada, o como mucho una pequeña fracción de su valor declarado y aceptado. Eso se pone en evidencia en los fenómenos hiperinflacionarios, sobre todo cuando se decide quitar ceros del valor nominal como vía expeditiva para cortar la espiral inflacionista. El dinero vale al final lo que la gente acepte que valga. 

Y de ese principio de consenso florece el nuevo dinero, que surge de la nada por arte de birlibirloque pero que ya representa al menos un 2% de toda la riqueza financiera del planeta. Olvídate del blockchain y de la supuesta avanzada tecnología que da soporte a las criptomonedas. En el fondo, una criptomoneda tiene valor porque alguien decide aceptar las criptomonedas como repositorio de valor y medio de pago. 

Recuerdo un viejo chiste que sirve para ilustrar el fenómeno. Dos amigos se encuentran y uno de ellos lleva un perro sujeto con una correa. Después de los correspondientes saludos, el dueño del perro pasa a ofrecerle formalmente su compra por un millón de euros. «Este perro vale eso y más», alega el orgulloso propietario ante el escepticismo de su interlocutor. Al cabo del tiempo, los dos amigos se vuelven a encontrar, pero ya sin perro alguno. El amigo, sorprendido, le pregunta si había conseguido vender el perro por un millón de euros. Ante la decidida respuesta afirmativa del propietario del perro del millón de euros, el interlocutor insiste: ¿alguien te ha dado un millón de euros en dinero contante y sonante? El otro responde que en sentido estricto no, pero había conseguido por él dos gatos de medio millón de euros cada uno.

No otra explicación racional tiene que, ante un movimiento de pánico por parte de los poseedores de una criptomoneda supuestamente respaldada céntimo a céntimo por una moneda estable como el dólar, el caso del binomio terra / luna, ésta perdiera el 98% del valor en un solo día, disolviéndose el dinero como un azúcar en agua caliente. Los poseedores de criptomonedas no se han caído del guindo, y saben lo que se juegan a estas alturas. Pero que se volatilicen tal cantidad de riqueza en un suspiro, seguro que no le sienta bien a casi nadie. De la fortaleza del concepto dice mucho que las principales criptos (bitcoin y ethereum) solo se hayan resentido parcialmente con una devaluación que anuncia nuevas revaluaciones en el futuro, una montaña rusa a la que los adictos a las criptomonedas están ya acostumbrados. Incluso la misma stablecoin que perdió su valor, hurtando los ahorros de tantos inversores cegados por su supuesta estabilidad, está lanzando nuevas emisiones con un notable éxito de concurrencia.

Y es que los inversores en este dinero de fantasía, emitido por entidades privadas, cuando no meros individuos, son amantes del riesgo empedernidos. Hay muchos antisistema entre ellos, pero lo que ninguno admite es que, si hay algo menos fiable que un Gobierno legítimo es una panda de sabelotodo tecnológicos que creen haber inventado literalmente la rueda. Cuantas más estafas se producen y mayor presión ejercen las autoridades financieras y políticas por regular estos activos financieros que funcionan, aparentemente, en el lado oscuro del sistema, más adictos se vuelven. Y digo aparentemente, porque cada vez está más claro que las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley tienen su foco puesto en lo que ocurre en este territorio de actividad. Esta misma semana, el FBI ha enchironado a un listillo que trabajaba en una plataforma de tokenización. El fulano en cuestión había descubierto que, forzando una posición destacada para un nuevo NFT, se aseguraba unos fáciles y sustanciales beneficios, en detrimento de otros inocentes participantes en la plataforma. El FBI lo ha acusado de utilizar información privilegiada para enriquecerse. ¡Y él que creía estar al margen de la ley por operar en el mundo cripto!

No sabemos si esta burbuja acabará como la de los tulipanes (con la total desaparición del supuesto valor de estos tubérculos, algunos de cuyos ejemplares llegaron a cambiarse por viviendas enteras en la Holanda de entonces) o como la burbuja inmobiliaria de las subprime, que redujo, pero no eliminó, el valor de las propiedades inmobiliarias. Pero decir que una criptomoneda, por mucha minería con el consiguiente consumo de electricidad que la respalde (otra tomadura de pelo, según los más escépticos) sea lo mismo que una casa con su evidente valor intrínseco y de utilidad, sería mucho decir. Pero entretanto, por si sí o por si no, alguien se está haciendo obscenamente rico jugando al arriesgado juego de las cripto. Pero no lo hará al menos con mi dinero.

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