Tras una etapa de respiración asistida, el colegio empezó a latir. Los mortecinos años de decadencia habían carcomido la estructura del edificio tanto como el terrible terremoto. Hoy inauguraban el comedor recién rehabilitado tras romperse los platos aquel terrible 11 de mayo. Hace ya una década.

Los temblores eran de emoción no contenida. La nueva directora hacía posible no solo alimentar el cuerpo sino también el alma. Con una sonrisa permanente, cortaba una cinta para, como desde que asumió la responsabilidad, certificar que no todo es menú del día.

Toda la comunidad escolar participó, de una u otra forma, en la comanda. Se acabó lo de la mesa puesta o el silencio impuesto ante las decenas de discursos de las autoridades. Ni cursos ni discursos en una fiesta que unía a profesores y alumnos en torno al colegio público de esa pedanía lorquina.

Todos a una. Igual que en la inauguración del nuevo patio o en la pintura de los sosos muros que envolvían a las aulas, ahora impresas en grafiti con el rostro de personalidades de la ciencia. Brocha y spray en mano para homenajear a las mejores mentes y, seguro, personas, que se formaron y conformaron, como ellos, junto a otros alumnos y maestros.

Concursos, celebraciones, jornadas, competiciones habían resucitado la agenda escolar de aquella cantera pública, abonada de conocimiento y de los mejores valores.

Y, de puertas para adentro, propiciando el encuentro de razas y culturas. Intentando que la suma fuera multiplicación. Consiguiendo extraer de la mezcla la mejor fórmula para la convivencia.

No faltaba tampoco el rescate de aquellos niños presos de la tecnología y los anhelos inalcanzables, que a veces les hacía asomarse al abismo.

En el pueblo, sin embargo, comenzaba a crecer el síndrome de la ‘lengua de las mariposas’, azuzado por los que, por encima de todo, pregonan la muerte en vida, hachazo a hachazo sobre los recursos públicos para educación o, mejor aún, cambiar el colegio por un tanatorio.