La Opinión de Murcia

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José Haro Hernández

El Castillete

José Haro Hernández

Salvar al soldado Felipe

El artículo 1.3 de la Constitución española establece que «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria’». Cualquier definición que busquemos sobre ésta nos remite, invariablemente, a una forma de Gobierno con sistema representativo en la que el rey ejerce la función del Jefe de Estado bajo el control del poder legislativo y del poder ejecutivo.

Entre 2021 y principios de 2022, y de manera absolutamente opaca, como todo lo que concierne a los Borbones, el Gobierno de España (mejor dicho, tan sólo su ala socialista), la cúpula del PP y el Jefe de la Casa del Rey negociaron una suerte de texto, finalmente plasmado mediante Real Decreto, que pretende la inclusión de una serie de aspectos que garanticen la ‘modernización’ de la Corona.

Obsérvese que de dicho proceso quedaron excluidos, de entrada, toda una serie de fuerzas políticas que, bien forman parte del Gobierno, bien de la mayoría parlamentaria que lo sostiene. O sea, una conjunción de organizaciones que es determinante para la gobernabilidad del Estado.

Siguiendo con esta pauta, cuando aquel proyecto de renovación monárquica estuvo ultimado y listo para presentarse en sociedad, la Zarzuela sólo lo dio a conocer a los partidos considerados como constitucionalistas, según aclaró Carmen Calvo. Entre estos partidos estaba, cómo no, Vox, cuya adhesión inquebrantable a los derechos sociales y políticos es de sobra conocida. Obsérvese la grave anomalía que este hecho, absolutamente minimizado por los medios, supone para la democracia española: se excluye de ésta a una buena parte del Parlamento español, y además se considera que la extrema derecha, que propugna cercenar libertades, es acreedora de la consideración de fuerza democrática. En la misma dirección camina el PSOE, aunque quedándose en las fronteras de Vox: Calvo considera imprescindible que el PP estuviera en la operación, pero no así el socio de Gobierno, Unidas Podemos.

La conclusión que de lo expuesto se infiere es que la más alta Magistratura del Estado no está vinculada al Parlamento, sino sólo a una fracción del mismo. Tenemos, por consiguiente, un rey de parte, concretamente de aquélla que comprende al PSOE y a las derechas. Pareciera, pues, que la soberanía no reside en exclusiva en las Cortes Generales, como mandata nuestra ley de leyes, sino que está compartida con una entidad no electa.

Tal es así que, volviendo de nuevo a nuestra ínclita Carmen Calvo, ésta, tras las quejas de Ione Belarra en relación al contenido de aquel Real Decreto, manifestó que es incompatible ser republicana y ministra del Gobierno. Obsérvese el alcance, y gravedad, de esta afirmación: para la dirigente socialista el poder ejecutivo no emana incondicionalmente de la voluntad popular expresada en la representación parlamentaria (en la que puede haber, como hay, republicanos y republicanas), sino que existe una condición que interfiere esa expresión soberana, que es la de ser obligatoriamente monárquico o monárquica si se aspira a formar parte del Gobierno de España. En cualquier caso, no es la primera vez que el PSOE coquetea con quebrantos de la democracia en la acepción más genuina de ésta: véase el apoyo que prestó a la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), un sistema autoritario que buscó, sin éxito, salvar el trono del Alfonso XIII.

Todo esto en lo tocante a la tramitación seguida para restablecer la imagen de la monarquía, muy dañada por las tropelías perpetradas por el emérito fugado en una dictadura árabe (ahora de ‘regateo’ en Galicia). Y si resulta alarmante el procedimiento descrito desde la perspectiva de los valores democráticos y pluralistas, cuando nos adentramos en los contenidos de la propuesta aprobada en el Consejo de Ministros del 26 de abril, es también el sentido común el que se resiente. Así, se presenta como un logro casi heroico que las cuentas de palacio sean fiscalizadas por el Tribunal de Cuentas, y se obvia que el informe resultante será remitido al propio Felipe VI y no a las Cortes, que no conocerán a qué se destina el dinero que maneja la Zarzuela.

El rey no tendrá la obligación de dar a conocer su patrimonio, a lo que está obligado cualquier representante político cuando accede a un cargo público y lo abandona. Cuestión que nos remite a los escándalos protagonizados por Juan Carlos I, cuya riqueza personal, ubicada fuera de nuestras fronteras, siempre ha estado fuera del conocimiento de las instituciones democráticas y la opinión pública.

El monarca, pues, no será controlado por el legislativo, pero tampoco por el judicial. Prevalece la interpretación que en su día dio el Constitucional sobre ese apartado de la Constitución que habla de su inviolabilidad. Es decir, podrá cometer delitos al margen del desempeño de sus funciones como Jefe de Estado y nunca será juzgado por ello. Como ha ocurrido con su padre, el cual no se sienta en el banquillo, a pesar de las abrumadoras pruebas de enriquecimiento ilícito e impagos a Hacienda que hay en su contra, precisamente porque la figura real está por encima de la ley en cualquier circunstancia. Incluso tras la finalización del reinado en relación a hechos ocurridos durante aquél. También ha sido blindada frente a resoluciones parlamentarias de reprobación e investigación.

Los partidos dinásticos nos han retrotraído, con la inestimable ayuda del poder judicial, al Estado premoderno. Curiosa manera de salvar al soldado Felipe VI del profundo desgaste que sufre la institución que encabeza. Eso pasa cuando preservar la monarquía se antepone a cuidar la democracia.

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