La Opinión de Murcia

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Elena Pajares

Mamá está que se sale

Elena Pajares

Tierra santa

Es, al mismo tiempo, un contrasentido, porque siendo un lugar sagrado para los cristianos, está dentro de una maraña de lugares, también sagrados, de judíos, de árabes y de cristianos

El Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén. Unsplash | Sander Crombach

Volver a tu vida cotidiana, después de haber visitado Tierra Santa no es como volver de cualquier otro lugar. Durante el viaje, aunque eres consciente de lo sagrado de esos lugares y te impacta la espiritualidad que se respira, la mezcla de culturas y religiones, los mercadillos, las alfombras y lámparas por todas partes, o las tiendas para turistas, todo te sume en un ajetreo que te impide darte cuenta en toda su magnitud de lo que te has traído contigo.

Tierra Santa no es sólo el casco antiguo de Jerusalén y los sitios por donde pasó Jesús hace dos mil años. No es un conjunto de piedras muertas. La inesperada sensación que tienes al llegar allí es que todo eso que has oído tantas veces pasó allí, de verdad, y que de algún modo permanece inexplicablemente vivo. 

Comprobar en persona la energía tan poderosa que aún fluye, dos mil años después, en esos lugares, hace que dé igual que lo veas desde la indiferencia religiosa o desde la beatitud. Nadie queda indiferente. Una visita a Jerusalén es un viaje interior, una especie de subida de escalones espiritual e individual.

Allí está el sicómoro, el árbol al que se subió Zaqueo, el lago Tiberiades, llamado también Mar de Galilea, o el monte Tabor, donde Jesús se transfiguró. Y, por supuesto, el cenáculo de la última cena, el huerto de los olivos donde Jesús visualizó el horror que le esperaba, Getsemaní, el Calvario, y todos los escenarios de la Pasión. 

Y también se puede hacer el camino de Emaús. Ese recorrido entre Emaús y Jerusalén, en el que Jesús se apareció a unos discípulos, y caminó con ellos todo el rato, conversando tan normal, sin ser reconocido por ellos. Los cristianos creemos mucho en esos encuentros ‘casuales’.

Visitar Tierra Santa te hace ver, allí mismo, que Jesús fue un judío de su tiempo, un Maestro que enseñaba en la Sinagoga. Por eso le llamaban así, Maestro, Señor. Alguien que conocía los 613 preceptos de la Torá, y dominaba sus mandatos. Mucha gente le seguía, porque era muy sabio, y muy bueno. Pero ni siquiera los discípulos entendían eso de ser Dios y hombre, y hasta le tomaban por loco cuando empezó a decirlo. 

Los últimos días de su vida, desde la entrada triunfal en Jerusalén a lomos del burro, hasta la crucifixión, se pueden recordar en los mismos lugares en que sucedieron. La vía dolorosa permanece con el mismo empedrado, tal y como era entonces. Todo tiene un aire sobrenatural.

Es al mismo tiempo, un contrasentido, porque siendo un lugar sagrado para los cristianos, está dentro de una maraña de lugares, también sagrados, de judíos, de árabes y de cristianos: revuelto con todo esto están el muro de las Lamentaciones de los judíos, o la cúpula dorada de Haram al Sharif, el monte sagrado donde Mahoma ascendió al cielo, y que en la actualidad domina las panorámicas de Jerusalén. Esa mezcla de culturas, religiones y gentes te hace sentir indefectiblemente pequeño en este mundo tan grande.

Pero nada se compara a una visita al Sepulcro. Todas las religiones han certificado la realidad de la resurrección que allí se dio, y la energía tan poderosa que emana de ese lugar, todavía en la actualidad. Es muy impresionante lo que se da allí. Una energía muy poderosa. Las principales religiones han certificado que allí tuvo lugar la Resurrección de Jesús, aunque unos lo crean y otros no.

Cuando vuelves al hotel, ves cómo Tel Aviv y otras ciudades se han transformado irremediablemente, y son una jungla urbana como cualquier otra urbe. Pero tu mente vuelve a esos lugares, o a los montes y los mares, que siguen siendo los mismos de entonces. «Cielo y tierra pasarán». Es inevitable sentirlo.

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