La Opinión de Murcia

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ESCARABAJAL, DIONISIO

Jodido pero contento

Dionisio Escarabajal

El sueño americano convertido en pesadilla

Quienes admiramos la pujanza económica, el impulso emprendedor y el liderazgo mundial de EE UU nos sentimos profundamente preocupados por lo que está ocurriendo en ese gran país

Ilustración de Leonard Beard.

De todos los imperios que el mundo ha conocido (véase la voluntad proclamada por la doctrina Monroe de controlar todo el continente americano) los Estados Unidos ha sido el más benigno y el menos militarista, aunque su ejército supere actualmente los dos millones de soldados y su historia desde está salpicada de episodios bélicos. Pero las guerras americanas nunca han perseguido la ocupación permanente de un país extranjero o la sumisión de su población, como es el caso actual de Rusia en Ucrania. Incluso en Irak, el objetivo manifiesto era librar a sus aliados árabes de la amenaza de armas de destrucción masiva en poder de un régimen vecino y un dictador sin escrúpulos, aunque finalmente la amenaza resultara ser una fabricación y un engaño por parte de Arabia Saudí, consentida de forma estúpida por el propio Saddam Hussein con tal de no mostrar sus vergüenzas. 

Pero el ‘sueño’ por el que cualquier ciudadano de Estados Unidos puede llegar teóricamente a ser presidente, independientemente del entorno en la que haya nacido, y en el que enriquecerse es algo digno de encomio, últimamente está adquiriendo rasgos de pesadilla. En concreto, estamos viendo cómo uno de los dos partidos de gobierno, que por definición debería representar siempre una posición moderada, como todos los que acostumbran a gobernar en los países de Occidente, está derivando en una secta de culto alrededor del anterior presidente Donald Trump, que ha convencido a la inmensa mayoría de cargos electos, miembros y votantes del Partido Republicano, de que las últimas elecciones presidenciales fueron un fraude, y que el asalto, retransmitido en directo, por una pandilla de fanáticos nada menos que al Capitolio americano, fue solo un mero acto de afirmación patriótico. 

Cada vez que sale algo nuevo sobre los momentos anteriores y posteriores del asalto al Capitolio, mayor es la convicción de que el intento por subvertir los resultados electorales para mantener en el poder a un presidente derrotado por las urnas, fue serio y concienzudamente perseguido por un grupo de conspiradores, que manejaron ideas tan peligrosas como inducir a la declaración de la ley marcial para que el Ejército impidiera la toma de posesión del nuevo presidente electo, Joe Biden. Que el intento estuviera promovido por gente tan lunática y obscenamente inculta como Marjorie Taylor Greene, una congresista norteamericana ferviente defensora de la teoría Qanon, por la cual un grupo de pedófilos encabezados por Hillary Clinton controlaría las instituciones norteamericanas, no significa que el intento de golpe no fuera realmente en serio. La elección de esta hillbily, que confunde en sus whatsapp el término ‘martial’ (de ley marcial) con Marsall (el promotor del Plan Marshall), fue probablemente el síntoma más palpable de lo bajo que ha caído en la escala del sentido común el electorado norteamericano.

Pero no todo se queda en las palabras. Los republicanos, sodomizados intelectualmente por el rijoso Trump, están poniendo en práctica allí donde tienen poder, y hay que tener en cuenta que dominan la mayor parte de legislaturas estatales, leyes que limitan de forma sustancial el derecho a voto de las minorías raciales y de la gente con menos recursos. Desde obligar a los votantes a viajar a grandes distancias para ejercer su derecho al voto, hasta aumentar los requerimientos de identificación en un país en el que no existe algo equivalente a nuestro DNI, todos son medidas para limitar el número de votantes que tradicionalmente favorecen a los demócratas. Y ello sin contar el hecho de que las elecciones se celebran en días laborables (y solo un 44% de las empresas ofrece tiempo remunerado a sus trabajadores para que voten), la redefinición de los distritos electorales para favorecer al partido que tienen el control de la Comisión correspondiente (conocido por ‘gerrymandering’ y profusamente utilizado por ambos partidos) y el aumento de las exigencias para ejercer el voto por correo. Y todo encima de un sistema electoral claramente disfuncional, con un modelo indirecto de electores por Estados, que favorece enormemente la influencia de los votos en las zonas rurales, tradicionalmente conservadoras.

Es fácil, mirando a la presidencia de Trump y comprobando sus excesos, tildar toda esta situación como una consecuencia del racismo de los blancos norteamericanos, que se enfrentan a su conversión en minoría demográfica en términos absolutos tan pronto como en el año 2045. Según la proyección de la oficina estadística del Gobierno, ese año marcará el punto de inflexión de una población en la que los blancos eran casi el 80% al término de la Segunda Guerra Mundial. 

Pero la cuestión no es tan simple. Los afroamericanos no son discriminados por el hecho de ser de distinta raza, sobre todo desde la inapelable victoria del movimiento por los derechos civiles en los años sesenta, sino porque la evolución de las ciudades los ha condenado a sobrevivir en barrios marginales plagados de violencia y corroídos por la falta de oportunidades económicas más allá del tráfico de drogas y la adscripción a bandas juveniles. Es en estos barrios, en los que un tercio de los varones acabará dando con sus huesos en la cárcel, en los que la policía, que patrulla en estado de terror por la amplia proliferación de armas de fuego, comete los excesos que todos hemos contemplado estos años, gracias la proliferación de los ubicuos móviles con sus respectivas cámaras. La huida de la clase media (mayoritariamente pero no exclusivamente blanca) a los idílicos suburbios residenciales, donde manejarse en coche es obligado, ha relegado grandes zonas de las ciudades y barrios enteros, a ser habitadas exclusivamente por ciudadanos sin los recursos necesarios para trasladarse a sus trabajos, con los parques empresariales también situados a largas distancias y sin un sistema de transporte público digno de tal nombre.

Son fenómenos como estos, unidos a la terrorífica crisis de los opiáceos o las frecuentes matanzas provocadas por adultos o chavales cabreados con acceso fácil a armas de fuego automáticas (hay 310 millones de armas de fuego en manos de una población de algo más de 300 millones), lo que hacen que los que admiramos la pujanza económica, el impulso emprendedor, y el liderazgo mundial de Estados Unidos, nos sintamos profundamente preocupados por lo que está ocurriendo en ese gran país. Sobre todo, por la terrible pesadilla que representaría la vuelta al poder de Donald Trump y su cuadrilla de conspiradores mafiosos. Por mi parte, confío plenamente en que eso no sucederá.

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