La Opinión de Murcia

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Enrique Arroyas

Dulce jueves

Enrique Arroyas

Bluetooth del amor

Marilynne Robinson dice que cuando termina de escribir una novela empieza a echar de menos a sus personajes y por eso los retoma en novelas sucesivas donde los mismos personajes son vistos a una nueva luz. A mí, como lector, me pasa lo mismo con sus novelas. ¿Pero no es así como discurre la vida? Nos volvemos a contar las mismas historias una y otra vez porque no terminamos de ver el conjunto. E incluso parece que con los años este se difumina en lugar de aclararse. Así ocurre en los reencuentros familiares o en las reuniones con viejos amigos. ¿Te acuerdas cuando...? Esa es la contraseña del bluetooth del amor.

Las novelas de Robinson, y la literatura en general, nos muestran la necesidad que tenemos de mirarnos con otros ojos. Nos atraen las personas que nos interrogan a nosotros mismos porque intuimos que en la vida las preguntas son todavía más importantes que las respuestas. No hay respuestas, pero sí la certeza de que es necesario hacer preguntas a las personas con quienes compartimos la vida. Y eso entraña sus riesgos y exige mucha generosidad. A todos nos molesta que alguien nos vea de forma diferente a como nos vemos a nosotros mismos. Si es alguien a quien queremos, es una sensación muy amarga. «Oíd bien y no entendáis, ved por cierto mas no comprendáis, como dice el Señor. No puedo afirmar que entiendo este dicho, por más veces que lo haya escuchado. Sencillamente, establece un hecho misterioso y profundo. Uno puede conocer algo a fondo y, sin embargo, ser a todos los efectos completamente ignorante de ello. Cabe que un hombre conozca a su padre, o a su hijo, y a pesar de ello no exista entre los dos más que lealtad y amor y mutua comprensión». Cada uno lleva su soledad, sus fracasos, su impotencia, pero lo que hace uno por el otro, aunque solo sea mirar, escuchar, esperar, llena de sentido todo, y los redime sin que se den cuenta, los mantiene aferrados a la vida. El corazón está vacío si no nos asomamos a otro corazón. Eso es lo que cuenta también la película Drive my car: la respuesta a las pérdidas de la vida nunca está en uno mismo, sino en aquello que los demás pueden revelarnos de nosotros.

Tendemos a pensar que la casa es el lugar donde estamos, olvidando que en realidad es solo un lugar donde buscamos, un espacio hecho de tiempo. La familia (también la amistad) es el lugar donde comprendemos lo que se pierde, lo que es inevitable perder, donde conocemos los límites de la esperanza. A pesar de los errores, todo cobra sentido en el mero acto de buscarse unos a otros, incluido el acto de huir y esconderse y traicionar, en el simple hecho de mirar el lugar y añorarlo y odiarlo, pero sabiéndose hijos del hogar, y allí volver a contar sus historias.

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