La Opinión de Murcia

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Javier Lorente

Agua de mi aljibe

Javier Lorente

La lejana luz de Earendel

Earendel.

Mi madre tiene 84 años y, pese a los achaques propios de la edad y a sus rutinarias revisiones oncológicas, está pasando por un buen momento. Como si tuviera veinte años menos, ella no para: las cosas de la casa, el vergel de las macetas de su patio, el roalico de su plantación de habas, cebollas o pimientos, su afición por cocinar y elaborar dulces, por tejer bufandas o chaquetas de lana y por sus paseos diarios bordeando el contorno del pueblo. Cuando voy a verla me suele decir que me estoy poniendo viejo y yo siempre le contesto que es normal, porque le he adelantado y ahora ya soy mayor que ella… «Si yo tuviera tu edad te ibas a enterar», me contesta. Siempre le ha dado mucho miedo la muerte, y su vida ha sido una lucha constante por la supervivencia, una apuesta total por la entrega y el trabajo sin descanso. Ella no puede evitarlo, y como su cabeza no descansa, cada vez que algún conocido muere, empieza a calcular su edad y le preocupar el pensar que se van yendo gentes menores que ella. Por eso, cuando le decimos que vamos a hacer algo el año que viene, siempre nos responde «veremos a ver donde estoy yo el año próximo».

Mi suegro, que ha cumplido 90 años y que dedicó toda su vida laboral a la hostelería, cada sábado sigue cocinando para las familias de sus cinco hijos y disfruta, como si fuera la última vez, de estos encuentros que le dan sentido y lo mantienen vivo. Por otro lado, quienes ya hemos pasado los 50, somos conscientes que cada vez nos queda menos para quedarnos sin la valla de protección de nuestros mayores y que se acerca ese momento de esperar que llegue la hoja roja del calendario, que escribió Miguel Delibes. 

El tiempo pasa inexorablemente y nuestro discurrir por la tierra tiene los días contados. Aquí no va a quedar nadie y por eso algunos nos empeñamos, a veces desesperadamente, en dejar algún legado, hacer alguna buena acción, plantar unos árboles, escribir algún libro, tener algún nieto o pintar, al menos, algún cuadro bueno que se salve de la hoguera. La vida, pese a sus dolores, hay que vivirla a tope, disfrutar de sus momentos buenos, pero todo nos sabe a poco, incluso a hueco, si no buscamos la trascendencia. 

El más allá no tiene que corresponderse con un tiempo futuro al que vayan a ir a parar los que no han sido malvados, al contrario, una vez que sabemos que el espacio y el tiempo son relativos, creo, pese a mis dudas, que la trascendencia no es otra cosa que convertirnos en semillas de futuro, contribuir a que el mundo siga girando y a que la vida y lo mejor del espíritu humano siga creciendo y dando fruto. Es una tarea hermosa la de llegar a ser una semilla al servicio del ciclo de la vida, aunque no debemos ser ingenuos, no hemos de olvidar que dentro llevamos el germen de lo mejor y, a la par, el germen de lo peor y hasta de la muerte. La muerte propia nos asusta, la de nuestros seres queridos nos duele hasta la desesperación, y la injusta y violenta de tantos millones de congéneres nos indigna, pero como decía Francisco de Asís, también puede ser, la hermana muerte, un descanso, un alivio y una paz. Muchas veces no hay nada más inhumano que alargar una vida de agonía y dolor insoportable. 

Mi madre me dice que con lo que se gastan en cada metralleta, cada tanque y cada misil, podríamos vivir todos como señores, sin nadie que pasase hambre ni necesidades, que las guerras deberían estar totalmente prohibidas y que las armas son mucho peores que las drogas y que es absurdo que se prohíba que uno tome cocaína y no que se fabriquen bombas. Suena a utópico y a ingenuo, pero ella tiene más razón que una santa. 

Lo cierto es que, en pleno siglo XXI, con tanta ONU y organismos internacionales, con tanta globalización y mercados comunes, con tantas plataformas televisivas donde ves, a cada instante, lo que pasa en cualquier rincón del planeta o disfrutas de la música o el cine que se hace en cualquier país y cualquier cultura y los jóvenes se ríen con los memes que se hacen en China o en Brasil, es inconcebible que en lugar de construir hermandad, haya quienes se empeñan en reventarlo y destruirlo todo. No deberíamos consentir que tres locos, descerebrados, extremistas o populitas nos lleven al precipicio.

En el universo, la muerte es inevitable y sirve a la renovación constante de la vida. El propio nacimiento del Cosmos es fruto de la destrucción, en una inmensa e ‘hipermegatónica’ explosión, de una aburridísima e incomprensible quietud inicial. En el género vegetal, la muerte es necesaria y fructífera, sirve de alimento y abono para el rebrote de la vida, y en el género animal es una necesidad para alimentarse y subsistir. 

El ser humano, tan evolucionado en inteligencia, tan creativo y maravilloso con sus dones culturales, artísticos e imaginativos, tiene, sin embargo, esa antigua pulsión de la propia autodestrucción, de invertir grandísimas sumas y esfuerzos en la locura de la guerra y de la muerte innecesaria. La muerte de los otros, las luchas de poder, las invasiones, la sed de venganza, la avaricia de acaparar tesoros, recursos y territorios… suena todo tan absurdamente patético, antiguo y suicida… En los tiempos de la información mundial instantánea, internet y los teléfonos móviles, la verdad terminará cayendo por su propio peso, por mucho que se empeñen en censurar a los propios las salvajadas que se hacen en los distintos frentes de batalla, por mucho que se encarcele, se envenene o se aniquile a los opositores, a los manifestantes y a los indignados, por mucho que se quiera ocultar que el mayor peligro que nos amenaza es el cambio climático y las insostenibles injusticias y desigualdades. La urgencia climática y la urgencia humanitaria.

La NASA ha descubierto la luz de la estrella más lejana jamás observada. Earendel está a 13.000 millones de años luz que, como sabéis, significa que si fuésemos capaces de viajar a la brutal e imposible velocidad de 300.000 km por segundo, tardaríamos la friolera de 13 mil millones de años en llegar. Si lo piensas despacio te das cuenta de nuestra insignificancia en la inmensidad de un insondable universo que prácticamente desconocemos. Para colmo, esa luz que ahora observamos, en realidad ya no existe porque esa estrella explotó hace millones de años y ahora sólo es un recuerdo. No somos nada, nuestra existencia personal es un minúsculo soplo y la trayectoria de la humanidad es de sólo unos minutos en la existencia de los tiempos. Nuestro planeta ya ha vivido varias extinciones masivas y la próxima va a contar con la inestimable ayuda de nuestra inteligente y, a la vez, descerebrada especie. Al final todo se perderá, como lágrimas en la lluvia, y ni siquiera Putin sobrevivirá. Torres más altas cayeron y todas las estatuas a caballo terminan siendo derribadas. 

Las guerras, además de horriblemente dolorosas, fueron siempre tan inútiles… Al menos «que el fin del mundo nos pille bailando», que canta Sabina.

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