El domingo por la mañana llevé a mis padres a misa, a la capilla de la playa. Repartieron ramos de olivo y de laurel y el cura los bendijo. A mí me tocó laurel. El cura hizo una homilía sencilla, que me sonó muy sentida. Solo dijo que aprovecháramos estos días para leer el Evangelio lentamente, fijándonos en cada palabra. O que rezáramos el Vía Crucis, también valía. Dijo que no todo lo que se dice en esa oración está recogido en el Evangelio, como, por ejemplo, que Jesús se cayera tres veces. Yo no lo sabía y me gustó eso. Son relatos añadidos al relato, la imaginación cubriendo los huecos de la certeza. Las cosas posibles. Lo que se ve con el corazón. Son posibles las caídas debido al agotamiento y los azotes, y seguramente serían más de tres. ¿Se encontró Jesús con su madre antes de la cruz? ¿Acudió Verónica a socorrerlo? No lo sabemos con certeza, pero las piezas encajan. 

Jack, un personaje de varias novelas de Marilynne Robinson, solía decir que «hay una diferencia entre lo que uno quiere o desea y aquello por lo que uno reza». Deseamos a la medida de nuestras palabras. Rezamos con las palabras de Dios. Recrear las escenas del Vía Crucis, con su mezcla de certeza y pura imaginación, es una forma de invocar la mirada de Jesús para mirar nuestras propias vidas, ellas mismas atravesadas de huecos como un puzzle a medio hacer. Cuando está desordenado nos da la impresión de que le faltan piezas, las contamos para cerciorarnos de que el esfuerzo al final no será inútil y aparecerán si lo intentamos. Un fragmento de cielo, la cornisa de un edificio, el reflejo de una farola en el suelo. Si encontramos esas piezas, todo encajará. 

Estos relatos nos muestran lo difícil que es ver la verdad de las cosas, junto a la necesidad que tenemos de confrontarnos unos con otros, indagar en esa verdad a través de la mirada de los demás, como los primeros cristianos contándose unos a otros lo ocurrido para comprenderlo. Nos fascinan, hasta el punto de hacer de ellos una representación, porque nos interrogan a nosotros mismos. Nos colocan ante un misterio. Y nos ayudan a aceptar que a la vida siempre le faltarán piezas, que incluso es posible que no las encontremos nunca, pero confiando en que, a pesar de todo, están en su sitio. Es posible también que al final nos damos cuenta de que la pieza que falta es la que sostiene todo el paisaje. El hueco que ilumina el puzzle. 

Porque aunque imaginemos escenas para cubrir los huecos, el sentido de un puzzle no es la imagen final reconstruida, pues esa ya la tenemos delante antes de empezar, sino la búsqueda de cada una de las piezas y su encaje entre las demás, el misterio iluminando cada tramo del juego. Bajo la mirada de Jesús, capaz de ver hermosas las cosas que nadie más vería como tales.