En la tele hemos visto el yate, el cochazo y los trajes de Luis Medina y Alberto Luceño, pero sobre todo hemos visto la cara de pijos que gastan. Estos dos trujamanes (la palabra exacta me la dio Fernando Iwaski en el programa de Julia Otero) son los que sacaron más de cinco millones de comisión por una venta de mascarillas, guantes de látex y algún otro material sanitario al ayuntamiento de Madrid, en los peores momentos de la pandemia. No creo que la cara sea necesariamente el espejo del alma, ni soy amigo de las etiquetas, pero siempre hay excepciones. Esta semana encendías la tele y los muebles de Ikea se escondían un poco avergonzados del pisito en que los instalaste.

En concreto la cara de pijo de Medina, hijo de Naty Abascal y el duque de Feria, contiene tanta información que puede leerse como un libro. Es el resultado no sólo de la genética, porque uno al fin y al cabo no elige quiénes son sus padres, sino de una personalidad forjada desde la cuna en un entrenamiento intensivo en escuelas de negocio, restaurantes con reservado y cócteles con photocall de Christian Dior, para el arte marcial de mirar a la purria por encima del hombro. Es el pijo español de alta gama, la élite de la élite: un espécimen tan alejado de las veleidades filantrópicas de los pijos de alta gama de otros países como del patriotismo más elemental.

Estos pijos de alta gama son los que, el día que se dignan a dirigirte la palabra, te dicen que en España nos crujen a impuestos y que el mercado es mucho más eficaz que ‘papá Estado’ mientras llevan a cabo un negocio que consiste en vender a diez lo que vale dos porque conocen a un alto cargo de la Administración pública. Tras el escándalo, han salido comisionistas honrados hasta debajo de las piedras: ofrecieron esos mismos productos a las Administraciones a precio de saldo y no se dignaron a cogerles el teléfono. Lo que les faltaba es la cara de pijo, entiendo: ese tiquet social para entrar en los cenáculos desde los que se puede ordeñar al contribuyente al tiempo que se intercambian pareceres sobre paraísos fiscales.

Mientras ellos hacían dinero, mi yayo, de 95 años, cosía mascarillas en su casa. En Yecla, su pueblo, una fábrica de sofás al borde de la quiebra puso a todos los trabajadores a hacer lo mismo con las telas de los forros para regalarlas al hospital. No era material homologado. No servían para nada, como los pijos.