La Opinión de Murcia

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Andrés Torres

Cartagena D.F.

Andrés Torres

Tras la tempestad...

Todos sabemos completar el dicho con el que he titulado el artículo de hoy. Sí, llega la calma. Y la calma no es otra cosa que poder recuperar nuestra paz, nuestro bienestar, nuestras costumbres y nuestras rutinas. El mundo anda más convulsionado de lo acostumbrado en los últimos tiempos. Primero, por una pandemia que parece de capa caída, pero que sigue amenazante. Y, ahora, por una guerra que nos muestra horrores que creíamos que ya eran solo parte de los libros de historia. Quizá por eso, porque nuestro mundo atraviesa una fase gris oscura, hemos vivido casi un mes entero en que nos hemos hartado de lluvia y hasta hemos sufrido un temporal que ha borrado del mapa parte de nuestras playas.

Nuestro sol constante se apagó más de lo razonable en este inicio de la primavera. Nos ha puesto mustios, incluso de malhumor, como cuando te gastan una broma y se prolonga cuando ya ha dejado de tener gracia. La meteorología nos ha dado una lección que por más que nos enseña la vida una y otra vez parece que no terminamos de aprender nunca. Nos ha revelado el auténtico valor de la luz y el calor de un sol que damos por hecho casi a diario, pero que, en realidad, solo es fruto del capricho de una atmósfera que, como la humanidad, también anda revuelta.

La calma ha llegado a nuestros cielos y nos ha cambiado el humor, pero nuestros disgustos con el mal tiempo son una nimiedad para quienes continúan huyendo de una tempestuosa guerra que también se alarga, más que la peor de las bromas más pesadas. Los refugiados ucranianos que acogemos, como los que se han instalado desde hace dos noches en la residencia habilitada por el Ayuntamiento, tratan de recuperar la paz y la serenidad, pero están lejos de su país, de su hogar, de sus rutinas. Viven una incertidumbre sin caducidad. Para ellos, perdura la tempestad y la calma se antoja lejana.

Al menos, estos días suplirán el aterrador ruido de las bombas por el rítmico repiqueteo del tambor que, por fin, resuena en nuestras calles en Semana Santa. Dos años en blanco por la pandemia, más un tercero previo para algunos por la lluvia, nos llevan a retomar con más pasión que nunca la más grande de nuestras fiestas, donde la tempestad es de luz, de orden, de flor y, sobre todo, de encuentros y de emociones. A las procesiones sí parece que ha llegado la calma, por mucho que algunos se empeñen en señalar demonios donde solo ellos los ven. Una cosa es que no te guste la iniciativa de una agrupación como la del Santo Cáliz para presentar su nuevo vestuario en su 75 aniversario y otra muy distinta poner el grito en el cielo y en las redes sociales, como si quienes lo critican fueran los adalides y los guardianes de las reglas y las buenas costumbres. Llo único que demuestran al meter cizaña y airear las disputas es de todo menos que son hermanos. Ya no nos asustan ni preocupan esos cofrades de turno que se escandalizan por cualquier mínimo detalle que no comparten, quienes se autoensalzan como fariseos y doctores de la ley para señalar al supuesto pecador, pero no dan la cara cuando hay que tirar la primera piedra. ¡Que no! Que si el tiempo nos respeta, nadie va a estropearnos la larga espera, la resurrección de nuestras procesiones y los días grandes de Cartagena.

Tras la tempestad, viene la calma. Porque las tinieblas pueden parecer eternas, se nos pueden hacer muy largas, pero, al final, tras una llamada de socorro, tras quedar prendidos por un primer dolor, tras un calvario, un encuentro agónico camino de la amargura y un entierro santo, la luz se impone sobre la oscuridad y, algún día, las pandemias, las guerras y el sufrimiento llegarán a su final, para poder emprender el camino de la esperanza.

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