La Opinión de Murcia

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Javier Lorente

Agua de mi aljibe

Javier Lorente

Los desastres de la guerra

Los desastres de la guerra.

Ya sé que de la pandemia no hemos salido mejores, pero la esperanza, como el horizonte, siempre está más allá. Puede que dentro de ochenta años, si nuestro planeta no ha saltado por los aires y si los humanos no nos hemos extinguido, tal vez hayamos aprendido algo, o tal vez no y aún exista eso tan humano como la libertad para ser generosos o egoístas y para dejarnos llevar por la empatía o por el odio al prójimo. 

Hay quien piensa que una vez comprobada la inutilidad para unirnos de todos los mensajes bienintencionados de todos los dioses, lo único que nos podría unir de una puñetera vez sería la inminencia del ataque de una violenta sociedad alienígena. No quiero caer en tamaña ingenuidad porque, visto lo visto, no faltarían quienes se aliarían con ellos para facilitarles la invasión a cambio de salvar el pellejo o de hacer negocio. Así que, dentro de ochenta años puede que algunos elementos de alguna facción ultra se atrevan a decir que «ni tan buenos eran los civiles ucranianos bombardeados o masacrados por las calles, ni tan malos los ejércitos de Putin», que es exactamente lo que algún engendro de ideología neofascista dice ahora del bombardeo de Guernica. 

Pocas cosas hay tan dañinas para la victoria de la razón humana que el forofismo. Es comprensible que alguien tenga predilección por un equipo de fútbol, por razones geográficas, familiares o sociales, pero de ahí a pensar que siempre juega mejor que nadie y que nunca se merece la derrota, va un trecho. Si encima, el hecho de ser hincha de un equipo te justifica para darle una paliza a los seguidores del equipo contrario, eso ya no es irracional, es que es intolerable. Lo mismo pasa con los simpatizantes (qué palabra más tierna) de un partido político, que comprenden, apoyan y hasta se aprovechan del juego sucio de los suyos, pero ven en el adversario todos los males posibles y desean su fracaso incluso cuando gobiernan, que es como ir en un tren y desear que el maquinista se estrelle. 

Pese a grandes logros, avances, descubrimientos y hermosos legados artísticos o literarios, ninguna época, sociedad, reino, imperio, dinastía, país o municipio se libra de errores, desastres o crímenes. El ejemplo de las iglesias cristianas está afortunadamente de actualidad porque parece que han caído del caballo y abren la ventana a la luz y los taquígrafos. Seguro que a muchos jerarcas no les hará gracia y por ellos la verdad de tantos abusos debería seguir escondida, pero el propio Papa se ha dado cuenta que «la verdad nos hará libres» y que la única manera de obtener la absolución actual es reconocer los excesos, y pecados pasados. 

Ahora es cuando los de siempre me dicen aquello de «mira como no te metes con otras religiones, con los crímenes musulmanes…». Ciertamente, lo he dicho antes, que ninguna institución, política o religiosa, se libra de la necesidad de hacer autocrítica, por eso hemos de empezar por las que nos son más cercanas y romper la dinámica de siglos de encontrar en los demás el compendio de todos los males. Pese a todo, incluso pese a los poderosos que se oponen, hay que saludar el camino iniciado por estas iglesias que se separaron tanto del mensaje del crucificado y se habían acercado demasiado a los poderosos. 

Estamos ya en Semana Santa, una época tan importante para los creyentes, para los amantes de las tradiciones y la cultura popular, y hasta para los que aprovechar para viajar, para encontrarse con la naturaleza o para visitar a amigos y familiares lejanos. Hemos de respetar profundamente cualquiera de los sentidos que se les da a estos días, pero he de confesar que el único que me chirría es el de la hipocresía y el de la ostentación. No hace falta ser un seguidor de aquel nazareno, que se puso de parte de los pobres, los marginados, las mujeres y los forasteros, para abominar de una humildad impostada de quienes entregan oro y genuflexiones a su dios mientras explotan o detestan a sus semejantes. Eso también es pecado, como mentir, que ha dicho una ministra a una diputada que, sin la más mínima caridad, presume de cristiana. 

Pues sí, la verdad nos hará libres, que dice el evangelio de Juan, pero «¿tu verdad? No, la verdad. La tuya, guárdatela» que escribió Antonio Machado. En uno de los documentales que he visto estos días, un joven Putin, recién nombrado presidente de Rusia por primera vez, hacía un discurso defendiendo la libertad de prensa, la verdad y la autocrítica… Del dicho al hecho. Tal vez era lo que pensaba y luego ha tirado por el camino de en medio, como la cabra (el cabrón) que tira al monte, pero lo más probable es que fuera una artimaña de exespía de la KGB, donde aprendió a decir y hacer «lo que haga falta» con tal de conseguir sus planes, o tal vez fuera una estratagema como las de sus amigos de la mafia, que tampoco tienen reparos para llevárselo crudo o envenenado. 

Lo cierto es que vivimos en el reino de la mentira: Putin prohibiendo los medios de comunicación críticos, encarcelando, obligando a exiliarse o, directamente asesinando a los periodistas y a los opositores y, en nuestro mundo libre, nuestras ‘democracias débiles’, como algunos las llaman, infestadas de mentiras, bulos e intereses ocultos de los ‘oligarcas’ de aquí. Los rusos están siendo manipulados y engañados, las televisiones presentan la guerra de Ucrania como unas heroicas y exitosas acciones quirúrgicas contra los nazis y, mira por dónde, a mí me recuerda cuando Aznar nos decía en 2003, mirándonos fijamente a través del televisor: «Creánme, hay armas de destrucción masiva en Irak, puede estar usted seguro y todas las personas que nos ven…», y ahí sigue el tío, todo un referente para el nuevo PP, que Bush y Blair pidieron perdón, con el tiempo, pero de él sólo escuchamos una de sus ironías: «Ahora sé que no las había, pero tengo el problema de no ser adivino y no haberlo sabido antes».

Hay quienes justifican las guerras en cualquier sinrazón peregrina, pero siempre son excusas, incluso las religiosas, al final se trata de intereses económicos. Las guerras sólo sirven para robar al país invadido y para que los poderosísimos fabricantes de armas vendan como si se fuera a acabar el mundo (literal). Lo extraño es que al día de hoy, con las posibilidades de hacer negocio y manejar económicamente a un país, tengamos que recurrir a los viejos métodos de la guerra, tan brutales, tan anticuados y tan peligrosos, porque la cosa se les puede ir de las manos y perder el negocio por destrucción total. Tras Vietnam, la Guerra del Golfo, la de Irak, etc. ya deberían haber aprendido que las guerras son inútiles, demasiado caras y, al final, nadie las gana. 

Las guerras sólo deberían vivir en el cine y en las pinturas de Goya, para no olvidar su crueldad. Ni siquiera soporto ‘los juegos de guerra’ ni en el teléfono ni en las pantallas de videojuegos. La guerra no es un juego, ni en broma, siempre es horrible, no hay nada bueno ni épico en ella, la sufren los pobres soldados de ambos bandos y, peor aún, la población civil, mientras quienes la provocan beben champán en sus palacios o en su búnker y se inventan una realidad paralela para engañar a los suyos. El único fruto de la guerra es la muerte, la amputación, el dolor eterno y la locura ¿Hasta cuándo?.

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