Va, pensiero, sull’ali / dorate; / Va, ti posa sui clivi, / sui colli, / ove olezzano tepide / e molli / l’aure dolci del suolo / natal!

Es imposible quitarse de la cabeza el sufrimiento del niño que camina destrozado en medio de una nada absoluta. Absolutamente inconsolable. El dolor. Ni El Grito de Munch se acerca a la plasticidad con la que nos atosiga esa imagen. He intentado ver a ese niño a coscoletas de su madre, o de su hermano, o de su padre, entre la marabunta del día del Entierro de la Sardina, con los ojos brillantes y la sonrisa desbocada cogiendo un balón, buscando en la imaginación formas de aplacar estas ininteligibles situaciones que provocamos, pero no es posible. Qué decirle a ese niño, o a cualquiera al que todo esto le toque cerca, y me ha salido casi siempre Nabucco. Cuando era niño me quedaba tranquilo escuchando el coro de Nabucco (Verdi, 1842), sin saber su significado, aquella melodía me transmitió siempre una sensación de fuerza interior.

Recuerdo recurrir a ella en mi adolescencia para superar baches, muchos baches, en los que he seguido tropezando muchas veces. Y sigo volviendo al coro. A este lamento que se convierte poco a poco en confianza, en fuerza, en valor. Que se podrá comparar, diremos. No lo es. Pero ahí está, la ópera más laureada de Giuseppe Verdi, escrita cuando acababa de perder a su mujer e hijos, cuando ya creía que no compondría más. Una obra enorme, en la que un zagal de Murcia se refugiaba cuando le iban mal las cosas en su vida de instituto. No es comparable, porque es inabarcable, tanto como el gesto del niño ucraniano caminando errático y dolido hacia un presente que se ha ido por completo. No hay nada donde agarrarse, pero está Nabucco. Está la música. Está todo lo que esta vida tiene al otro lado, y en lo que se puede confiar para no rendirse.

Iba de sentimiento patriótico, Nabucco. El coro. Aquel símbolo de patria. «La infancia es la verdadera patria del hombre», cita de calendario, de Rilke. En mi caso Nabucco es el himno de aquella patria segura de mi infancia, y gracias a Aurora, como tantas cosas buenas. Y allí me gustaría llevar al niño que no puedo sacarme de la cabeza. A una melodía donde poder creer, donde poder convertir la pena y el vacío en virtud. «Un concento che ne infonda al patire virtú, al patire virtú!», una melodía que infunda virtud al sufrimiento. Nos queda la música. No es baladí. No. Para mí, al menos, a mis 45 años, es mucho donde hacernos fuertes y no rendirnos por muy doloroso que sea este mundo. Va, pensiero... Vale.