Quizás sean ellos los que transcurridos los años y en un mundo que ya no será como en el el que vivíamos antes de febrero nos evoque la crueldad de la invasión de Ucrania por el ejército ruso. Muñecos de trapo pegados a niños huyendo con sus madres de la destrucción, abrigados con un polar y un gorro de lana y con la mochila escolar a la espalda. Impactos visuales de miradas aturdidas, perplejas, pendientes de no descolgarse de la mano que les conduce bajo el frío y la nieve en una abarrotada estación de tren en la que de buscar desesperadamente un hueco en un vagón salvavidas.
Imágenes que nos proyectan personas que visten como nosotros, que tienen el mismo color de piel o parecido y que se mueven en lugares como los que tenemos a la vuelta de la esquina de nuestra calle.
Para ellos, al menos para ellos, Europa les abre los brazos y los acoge sintiendo que son parte de sí misma. Esa Unión que, sin embargo, se vuelve huraña, desconfiada, temerosa de ser ‘invadida’ por quienes buscan desesperadamente un futuro mejor huyendo de guerras de otras latitudes.
Si nos diéramos un baño de coherencia, deberíamos preguntarnos ante el espejo por qué nos volcamos con quienes huyen de Ucrania, demostrando lo más humano que hay en nosotros, solidaridad y compasión, mientras ignoramos a los encerrados durante meses en campamentos de Grecia a los que ni siquiera brindamos un procedimiento ágil para tramitar sus solicitudes de amparo internacional.
Hemos despertado, afortunadamente, con diligencia y acierto cuando más de millón y medio de mujeres, niños y ancianos han llegado a las puertas de Polonia, Rumanía, Hungría o Eslovaquia buscando cobijo, la mayoría en casas de familiares o amigos ya emigrados.
Seamos sensibles igualmente con familias de otros países que salieron con lo puesto amenazadas por otras bombas, también rusas, regaladas a amigos del Kremlin como Bashar al Asad. Confío en ver algún día a Putin ante la Corte Penal Internacional de Derechos Humanos.
En Grecia nos conmovió el cuerpo ahogado del pequeño Eylan de tres años arrojado por el mar en un playa de la isla de Kos, como le ocurrió a su madre y a su hermano. Pronto lo olvidamos porque aquella guerra nos suena lejana.
Ahora, más cerca, nos remueven los pequeños, enfermos y heridos, que se protegen de los ataques en los sótanos de los hospitales. Que sus peluches permanezcan siempre en nuestras conciencias.