Carnaval es sinónimo de cerdo. Durante mucho tiempo se consolidó la idea de que el ibérico, ese animal majestuoso, príncipe de la montanera, solo suministraba jamones y chorizos. El resto de su carne se consumía fresca en los lugares de origen donde se criaba el porcino. El resto del consumo, las chuletas, los solomillos, afectaba a las razas blancas inferiores. Está el famoso libro de Julian Baggini titulado El cerdo que quería ser jamón. El autor, cofundador de The Philosophers Magazine, se hace más de una pregunta, alguna muy curiosa y extravagantemente lúcidas. Entre ellas qué dirían los vegetarianos en el caso de que los cerdos sintieran un placer masoquista durante su ordalía por convertirse en una apetitosa pierna curada. Leo: «Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un banquete de salchichas de cerdo, jamón, bacon crujiente y pechugas de pollo a la plancha. Max siempre había echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia. El jamón, el bacon y las salchichas procedían de una cerda llamada Priscilla a la que había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. Priscilla había deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que sería irrespetuoso no comérsela. El pollo procedía de un ave genéticamente modificada que había sido ‘descerebrada’. En otras palabras, vivía como un vegetal, sin conciencia de sí mismo, del entorno, del dolor o del placer. Por consiguiente, matarlo no era más cruel que arrancar una zanahoria. Pese a todo, cuando le pusieron delante el plato, Max sintió un amago de náusea. ¿Se trataba de un simple acto reflejo, provocado por una vida de vegetarianismo? ¿O era el indicio físico de una justificable aflicción psíquica? Sobreponiéndose, cogió el cuchillo y el tenedor». En fin, ternura y resignación con Priscilla. 

La matanza del ibérico, que en algunos casos arranca en diciembre, se produce casi siempre entre enero y marzo, como explica José Gómez, Joselito, en el libro publicado en colaboración con Bittor Arginzoniz, escrito por Marta Fernández Guadaño, que publica La Fábrica sobre los mejores cortes de los cerdos más nobles y su destino en las brasas del restaurante Etxebarri. ¿Y cuáles son esos cortes? Presa, secreto, pluma, abanico, cabezada o lo que José llama ventresca y que procede de la barriga. Según, Arginzoniz hay un amplio margen para seguir probado platos con esas carnes en un recetario de largo recorrido. La matanza del cerdo ibérico es uno de los grandes momentos gastronómicos de este país y sucede cada año. De manera lógica y en función de la estacionalidad del producto, está, por ejemplo la chuleta supernatural que se hace en la parrilla muy cerca de las brasas, después de eliminar las partes grasientas no deseadas para aprovecharlas en otros platos, al mismo tiempo que unas cebolletas y salando en el momento. 

Durante tiempo, la cocina entendió que la carne de cerdo había que asarla más que la de ternera o vaca, probablemente porque entendía que ante el cerdo había que mantener cierta cautela higiénica. Y también durante tiempo nos cansamos de comer chuletas chamuscadas como corchos sin ningún tipo de jugosidad y de sabor. En los asadores tradicionales castellanos la suculencia y la jusidad se reservaba exclusivamente para los cochinillos. 

La llamada chuleta supernatural texturizada de Joselito nació a principios de 2020, poco antes del estallido de la pandemia. Afinada durante sesenta días en los secaderos de Guijuelo, junto a los chorizos y los jamones, adquirió unas propiedades organolépticas únicas. Los chuleteros llegan a pesar diez kilos. 

La fugacidad del contacto con las brasas permite el punto perfecto de la carne dorada por fuera y jugosa por dentro, bañada con las fragancias de la leña. No necesita más. Esta técnica simple pero respetuosamente apropiada de la parrilla contrasta con la de las barbacoas americanas que componen la primera sinfonía del llamado ‘soul food’. Son cosas bien distintas. La diferencia estriba en que la barbacoa en América del Norte, desde la época de los indios y los españoles, ha consistido en asar la carne durante largo tiempo en un hoyo a una distancia considerable del fuego. Todo lo contrario que el asado en la parrilla, cuya particular característica es cocer los cortes con la intensidad que proporciona la cercanía. Los cortes de cerdo que se utilizan en la barbacoa son costillas (’pork back ribs’), aguja (’spareribs’), costillar del lomo (’country style’) y tira de la espalda (’shoulder’). El marinado (aquí está la ciencia) depende del cocinero. La carne se mantiene todo un día entre hierbas, especias, limón, vinagre, etcétera. 

El resto es lograr un buen fuego (nogal, roble, pacanero) y vigilar el asado por espacio de ocho y diez horas. Lentamente, dándole vuelta, de modo que los cortes se impregnan y se ahúman. La carne del cerdo ibérico, extraordinaria, se sobrepone a cualquier eventualidad.