La Opinión de Murcia

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Elena Pajares

Mamá está que se sale

Elena Pajares

La huida

Refugiados ucranianos, ayer tratando de huir del país. EFE / ROMAN PILIPEY

Sonó el despertador muy temprano. La Hermana María trató de apagarlo, pero lo que sonaba era el móvil. Nastya, la seño de infantil decía que estaban bombardeando cerca de su casa y no sabía si podría llegar al colegio. Muchos niños se habían marchado a lugares más seguros que Kiev, pero el colegio permanecía abierto para los que quedaban. Le pidió a Nastya que llamara a esas familias para decirles que podían refugiarse allí.

En eso, a la Hermana María Jesús también la había despertado el teléfono. El Cónsul decía que tenían que ir a la embajada inmediatamente. Se habían acostado con cierta preocupación, pero no pensaban que fuese a estallar la guerra. El aturullamiento mental era total. 

No querían irse, había cosas que hacer, ¿cómo vamos a dejar todo así? La embajadora llamó diciendo que tenían como mucho media hora. No había más tiempo. Debían coger sólo lo imprescindible y algo de comida, y ponerse en camino. No se podía hacer otra cosa. Si era preciso, les mandaba a un GEO.

Empezaron a recoger a toda prisa. María pasó por la capilla y se llevó el pan consagrado. Si había que llevar lo imprescindible, Jesús iba el primero. 

Lonya, el arquitecto que les había ayudado a poner en pie la casa, el hombre ingenioso y servicial, su ángel de la guarda en mil ocasiones, las acompañó hasta la embajada. Allí les despidió entre lágrimas, como quien deja a su madre o a su hermana. En las calles de Kiev, sirenas avisando de ataque aéreo, y personas buscando cobijarse en el metro y en otros refugios.

En la embajada había ya muchos españoles. Fue un encuentro entre conocidos, cada uno con su historia. Comieron juntos recordando antiguos encuentros, pero las sirenas les devolvieron a la realidad, y tuvieron que ponerse en marcha. 

A las hermanas las pondrían en el primer convoy, el de personas mayores y niños. Eran las abuelitas de la comitiva. Irían en una furgoneta con otra familia. El chófer era un trompetista canario, que había ido a Kiev a un concierto, y a la vuelta no había conseguido llegar al aeropuerto.

Otros irían detrás en sus vehículos, y todos serían escoltados por los GEO, llevando bien visibles las banderas de España y de Europa, para llegar como fuera a la frontera con Polonia. Así empezaron las cincuenta y seis horas más largas de sus vidas. Dejándolo atrás todo.

El convoy era apenas una gota más en el océano de miles de vehículos que pretendían huir. En ocasiones, se apartaban para dejar pasar ambulancias, camiones con soldados y material de guerra. A los niños les dijeron que iban de excursión a España. Uno de ellos preguntaba a su padre si habría autobuses para todos. Tal era la masa de coches que había alrededor.

A mitad del trayecto hubo que volver, porque un hombre había enfermado y necesitaba atención médica. Al menos en el hospital pudieron descansar, ir al baño o beber agua corriente. 

Y así volvieron a ponerse en marcha. Algunos caminos los hicieron varias veces, hasta encontrar la ruta segura. Viendo a un lado y a otro los campos sembrados, tan trabajados, con el fruto listo para recolectar. La tierra no entiende de guerras.

Al teléfono, cada rato, la embajadora indicaba los lugares en los que debían parar a descansar o a comer. Ella iba en el último convoy, que salió al día siguiente, pero iba por delante en todo lo demás. Y desde Polonia, el cónsul y toda la delegación diplomática en Cracovia les esperaban en la frontera, para ayudarles a seguir con su camino a casa. 

Finalmente llegaron a Madrid, exhaustas pero vivas, y en cuanto les preguntan qué necesitan, las hermanas dicen que lo que quieren es volver. Solo se acuerdan de quienes se han quedado allí. Son misioneras.

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