La Opinión de Murcia

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Tribuna libre

Industrias artísticas

Industrias culturales

Me siguen asombrando la naturalidad y aceptación con las que el mundo del arte se ha visto colonizado por el lenguaje y las dinámicas de gestión propias de otro tan opuesto como el de la economía. Es sin duda resultado del proceso de objetualización e instrumentalización de todo lo que existe (arte incluido) desde una mentalidad mercantilista que en todo se impone.

Nos hemos acostumbrado a hablar de productos (artísticos), de industrias y empresas culturales, de imagen de marca, de mercados, promociones, ‘ofertas’ (de ocio y cultura), etc., un vocabulario suplantador hoy plenamente asumido como una muestra más del triunfo de las políticas del entretenimiento y del márketing (también el institucional) sobre el arte. Se habla de cifras (likes, descargas, asistentes, visitantes…), de las escandalosas cotizaciones del arte NFT en el mercado de las criptomonedas, y también, por supuesto, de subvenciones y financiación de proyectos, de los contactos de unos y otras, de lo importante que es tratar con tal o cual gestor, etc; pero pocas, muy pocas veces de la práctica del arte y de sus inquietudes, si acaso en algunas revistas y publicaciones que resisten contra viento y marea, y en artículos de suplementos culturales minoritarios. Si aplicamos aquello tan citado de que los límites de nuestro lenguaje significan los límites de nuestro mundo, como escribió Wittgenstein, queda dicho prácticamente todo.

En términos generales, se ha acabado asumiendo en la gestión y trato con el arte la mayoría de códigos y modos del mundo de la economía y en esa línea se acabará tratando al espectador como poco más que a un consumidor. Pero afortunadamente la gente que se acerca al arte busca algo más, una dimensión tal vez poética en su más amplio sentido, un sentimiento que les complete como esa ‘nostalgia de absoluto’ sobre la que escribió George Steiner, o tal vez (claro que sí) simplemente un deseo de jugar, de compartir o celebrar. Aproximarse al arte no es solo, por tanto, rellenar el ocio o el tiempo libre entendidos habitualmente como tiempos no trabajados, es decir, una vez más, referidos o adscritos a consideraciones economicistas; y tratar al espectador como a un mero consumidor es devaluar mucho sus búsquedas e inquietudes, como considerarnos a los artistas como meros ‘productores’, al final nos convierte (a sus ojos) en poco más que contenido de programación.

Nunca he creído en esa especie de burocrática clasificación en la que la mayoría de los artistas se esfuerzan por estar asumiendo sin ningún tipo de actitud o espíritu crítico los distintos roles y estereotipos que nos adjudican precisamente desde esas ‘industrias’. Unos ‘escalafones’ para los que posiblemente se tenga en cuenta la obra o la trayectoria en cuestión, pero que también suelen acabar condicionados por intereses de todo tipo, entre los que no podían faltar las afinidades y sintonías partidistas e ideológicas.

En el lado opuesto, el artista que se pretende libre, sufre ante este estado de cosas una especie de ‘falta de paradero’; no encuentra su sitio entre esos escalafones, ni en las extensas nóminas de festivales y programaciones que a menudo le generan desasosiego ante sus predilecciones por el impacto y la novedad que a su vez inducen una creciente corriente de arte ‘de ocurrencias’. Como ven, acabo utilizando también las palabras producto, industria, impacto, novedad… y lo hago precisamente para hacerme entender (con la edad doy algunas batallas por perdidas) y porque he acabado pensando que para aplicar sustantivos más profundos o elevados, según se mire, primero hay que merecerlos.

El arte que va más allá de lo meramente decorativo, el que agita, conmueve o hace reflexionar, ya se trate de un dibujo sencillo o del más aparatoso montaje cibernético, ocurre a chispazos, como encuentros; después, algunas obras requerirán una aproximación más lenta. El artista puede intentar condensar la vida en un instante, dejar sus pensamientos e inquietudes plasmadas en una narración o en un amplio proyecto o, tal vez, simplemente en forma de juego o de preguntas que propone para que el espectador las complete y haga suyas, y pueda vibrar, emocionarse o pensar al margen de este exceso de cotidianidad y practicidad que todo lo nivela por abajo.

En ese sentido, Rosa Olivares recordaba: «El arte es un estado abstracto del pensamiento del hombre que se refugia en las formas, en los colores, en la acción, en el sonido, para ir más allá de sí mismo, para abarcar más, para expandir y comunicar sus experiencias, sus conocimientos y sus miedos». No puede, no debe, acabar siendo, por tanto, algo tan marketiniano ni tan burocrático. Es encuentro, hallazgo, la manifestación de una posibilidad, y todo eso va mucho más allá de cualquier ranking o nómina, de la visibilidad mediática o de la voluntad de hacer ‘marca’ reconocible por encima de cualquier otra consideración. Cuanto más inquieto sea un artista, más desarrollará todas sus potencias y desdoblará sus posibilidades si es capaz de ello. No es lo mismo narrar que describir, argumentar o poetizar. Los códigos y usos del lenguaje (también en el arte) son múltiples y diversos, como múltiple y diversa se muestra la vida. Pero el márketing suele exigir una imagen de marca, ‘productores’, obras reconocibles en serie; no les es difícil después elaborar un discurso que lo avale y justifique: también cualquier producto de consumo viene acompañado de su prospecto.

Hablar de las inquietudes del arte, de dimensiones poéticas o de encuentros con la belleza en esta sociedad en que las exigencias de entretenimiento continuo y la preponderancia política e informativa dejan poco espacio para ello, y que mayoritariamente por bello suele entender poco más que lo decorativo, lo deseable de dominical o lo monumental de guía turística, exige intentar eludir conscientemente las formas, vocabularios y, sobre todo, los modos de ese utilitarismo –también el estético– que corre aplanándolo todo. Supone hoy, al menos para mí, un gesto necesario de reafirmación y rebeldía, pues sigo creyendo que «ningún amontonamiento es hermoso» y que digan lo que digan sus acumulaciones y sus números «solo verá la belleza –aún entre escombros– quien tenga voluntad y ojos para verla».

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