La Opinión de Murcia

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Espacio abierto

La voz de las mujeres

El último duelo es una película de un director tan excelente como Ridley Scott, la historia de un duelo medieval entre dos hombres; que la verdad, en este caso, la posea una mujer (además de Dios) es algo que se pasa por alto

Durante mucho tiempo, la voz de las mujeres no se oía, ni se permitía, ni se valoraba, en definitiva, no era una voz ‘autorizada’. La voz de las mujeres era el silencio. El silencio o la muerte. Hasta tal punto es así, que, cuando históricamente, en una serie de documentos, nos encontramos súbitamente con un silencio (de algún tipo), es muy frecuente que detrás de ese silencio esté (oculta o asesinada) una mujer.

Hace poco se estrenó la película El último duelo de un director tan excelente como Ridley Scott. Es la historia de un duelo medieval entre dos hombres, unos duelos de honor entre dos caballeros, al principio amigos, paulatinamente distanciados y finalmente enemigos mortales ya que la esposa de uno de ellos dice haber sido violada por el otro, que lo niega. La única solución es un duelo a muerte, pues el pensamiento profundamente religioso de ese tiempo implicaba que sería nada menos que Dios el que intervendría en el duelo para castigar al presunto culpable y librar de mal al que dice la verdad. 

Que la verdad, en este caso, la posea una mujer (además de Dios) es algo que se pasa por alto, ya que es solo la aceptación, por parte del marido, de la acusación de su mujer lo que da valor y relieve público a esa voz, a esa denuncia, que, efectivamente, el caballero Carronges va a llevar hasta el mismo rey de Francia, en ese momento, el joven Carlos VI. Hay que reseñar que la película está basada en un caso real acontecido en el siglo XIV, un pleito documentado por el historiador norteamericano Eric Jager.

Lo primero que merece destacarse es que el mundo medieval del director es tan elegante como su mundo del futuro presentado en Blade Runner. En ambos films se hace un uso extraordinario del color negro, color rock punk y también minimalista, por excelencia. Hay pintores que no serían nada sin el negro, Goya y Manet, por ejemplo. Toda su producción está en función de ese color que no es tanto un color como un mundo, una mirada pesimista pero lúcida, un abismo y una solución para todos los errores o males.

El negro y los grises, con algún toque blanco, beige o rojo, en las manos sabias del director y de los diversos especialistas en luz, escenografía y vestuario del film, pintan una historia del siglo XIV francés que se presenta con una estructura clásica en tres paneles o capítulos, y que son la misma historia contada desde tres puntos de vista: el de los dos hombres que se ven abocados a un duelo mortal y, finalmente, el de la mujer. Y hay una cierta intriga por ver cómo cada uno de los personajes va a presentar los hechos.

En películas como ésta, que son como cuadros, en el sentido de que los “detalles” son importantes, hay que prestar atención tanto al cómo, como al qué. En ese sentido, la película podría satisfacer especialmente al espectador que se interesa por la estética de las cosas, por lo más visible, que no es siempre lo más evidente, de hecho, suele quedar oculta o soslayada por la “acción”.

La primera parte de la película narra la visión de la historia desde la perspectiva del marido, Jean de Carrouges, un noble un tanto tosco y belicoso, que llegará a ser nombrado caballero en el curso de la película y que se desposa con la bella y joven mujer, Marguerite, que posee dinero y tierras, pero cuyo padre ha traicionado al rey francés y que, por lo tanto, ha perdido el honor de su familia. 

Esa mujer será la que denuncia ante su marido primero y luego, junto con él, ante la sociedad de su tiempo, desde sus reyes hasta otros nobles y el pueblo llano, el delito de violación del que ha sido objeto. ¿Es una recuperación del honor personal/familiar de ella el que se manifiesta así? Esta posibilidad no se pone de relieve en la película, pero podría ser. Su suegra le reprocha que no haya permanecido callada. Es la suerte de las mujeres sufrir en silencio ese tipo de calamidades, le dice. Pero ella, habla. 

Y ese acto suyo, el acto de hablar es, precisamente, el que la sitúa en la excepcionalidad heroica de la sociedad de su tiempo. En eso la película ha querido “presentarse” como relacionada con la situación actual de Hollywood con el fenómeno del “Me too” en el que las actrices han hablado para denunciar acosos sexuales en su entorno laboral.

Sin embargo, además de a nuestro siglo XXI, este acto de denuncia tiene también resonancias en el mundo de la Antigüedad: como en el drama de Lucrecia, que se atreve a denunciar su violación antes de suicidarse. Pareciera que, como dice Mary Beard, las mujeres sí pueden, a veces, denunciar, pero ha de ser siempre desde una posición de hondo dramatismo y de última instancia: “(A las mujeres) se les concede permiso para expresarse en calidad de víctimas y de mártires, normalmente como preámbulo a la muerte”.

Sin embargo, cuando finalmente llega la tercera parte del film, protagonizada por la narración de los hechos tal y como los ha vivido Marguerite, viene una cierta decepción: lo que la película nos muestra de su visión, no difiere demasiado de la versión de los dos hombres, cuando pareciera lógico que viviese y reflejase todo de modo, no distinto, pero sí diferente, ya que sus condicionamientos y vida son diferentes a la de los hombres.

Lo único en lo que sí se insiste es que ella no acepta los avances amatorios de Le Gris, ni acepta el consejo de éste que le pide después de violarla y, supuestamente por su propio bien, con todo el cinismo del mundo, que no diga nada a su marido.

La única excepción al recuento de los hechos es, en la versión de Marguerite, una breve conversación sobre literatura (medieval) que mantiene con Le Gris en que ella se muestra partidaria de la épica de la canción de Rolando por encima de la cultura del amor cortés del Roman de la Rose (y confirma, una vez más, que son los gustos literarios los que deciden el destino). 

La realidad es que Marguerite está en condiciones de escasa autonomía, vive en una cárcel de prejuicios y de imposiciones, tanto vitales como amatorios, por ser mujer y por ser noble, pero al atreverse a levantar la voz y demandar justicia para su honor mancillado, aún a riesgo de su propia vida y la de su marido, queda su mensaje para los siglos como una audaz expresión de libertad en voz femenina.

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