De los Baños árabes al Corralazo, por J.L. Vidal Coy

Sobre la innegable y salvaje destrucción masiva del patrimonio arquitectónico y cultural de la Región de Murcia han llegado novedades que reafirman la idea de que ‘las piedras históricas’ han sucumbido casi totalmente a los embates de la modernidad mal entendida, la especulación urbanística y también de unos cuantos listos que hacen de su capa un sayo con las leyes y las normas. Si el arrasamiento de edificios históricos no hubiera sido de tamaño calibre como el que ha registrado en la CARM, podría ser una buena noticia la sentencia firme y definitiva sobre El Corralazo, que obliga a la UCAM a reconstruir un edificio del siglo XVI que los designios del cardenal Mendoza hicieron demoler en 2011 y que hará que además esa institución ‘cultural’ tenga que abonar una multa de 126.442 euros.

La sentencia no viene a ser sino una gota en el mar de incertidumbre que rodea al patrimonio arquitectónico regional. La situación actual hace pensar que no han servido para nada los ríos de tinta que se vierten desde hace décadas citando la demolición de los famosísimos Baños árabes de la calle Madre de Dios, ejecutada con premeditación y alevosía para facilitar la apertura de la Gran Vía de José Antonio. A partir de ahí, la historia física encarnada en edificios notables fue cayendo como castillo de naipes al pozo sin fondo del magno vertedero cultural de la Región.

A poco conscientes del valor de los edificios históricos que fueran los genéricamente llamados murcianos, el episodio de los Baños habría sido suficiente para que, al menos en el actual periodo democrático, se hubiera tomado conciencia y decidido la necesidad de conservar la arquitectura tradicional, cosa que hubiera mantenido en ciudades y pueblos un aspecto distinto y, por supuesto, mucho mejor que el actual: marmolillo, cristaleras, aluminio, hormigón… horripilante estética digna de lugares sin pasado, o sin capacidad para mantenerlo ni vergüenza para destruirlo impune y/o irresponsablemente.

Eso muestra el caso de la UCAM, pues contó con la aquiescencia del Ayuntamiento del alcalde Cámara para arrasar en vez de restaurar un edificio del XVI. Fueron las denuncias de Huermur, como en tantas otras cosas, las que alertaron forzosamente a la Consejería de Cultura, dirigida entonces por la ahora alcaldesa de Cartagena, Noelia Arroyo, para que tomara esas cartas en el asunto que han terminado imponiendo a la UCAM la pena referida.

Entretanto, la aniquilación sin cuento ha proseguido impertérrita e inmisericorde, en los tiempos de Franco y en los de la Constitución del 78, como enseñó hace unos meses un opúsculo del historiador Ricardo Montes. Hay citar que se podría señalar como el hito desde el que empezó la destrucción en el derribo del Palacio de los Vélez para empezar a abrir el Paseo de Alfonso X, ejecutada con el alcalde socialista Fernando Piñuela, posteriormente ejecutado a su vez por la Dictadura, aunque no por el derribo obviamente.

La mayor responsabilidad de la eliminación de tantos y tantos edificios históricos, por desidia o premeditadamente, la tienen el franquismo, en su época, y los gobiernos autonómicos y municipales murcianos, dominados muy mayoritariamente y durante muchos años por el Partido Popular. Aunque unos pocos del PSOE no son de los que podrían tirar la primera piedra.

Lo peor es que la lista tiene visos de seguir incrementándose. Solo en la Región y apenas unos días después de conocerse la sentencia definitiva sobre El Corralazo de la UCAM, otras cuatro edificaciones de la Región (Casa de Antonete Gálvez, Casa de Acacio Mateo, Faro de San Juan de Podaderas y Panteón de Manuel Picó y Juan Crespo) han engrosado la lista de construcciones históricas en riesgo de desaparición que elabora la Asociación Hispania Nostra. ¿Signo de los tiempos o signo de incultura dolosa?

Intolerable, por Pablo Molina

La destrucción del patrimonio histórico es un delito intolerable en los tiempos actuales, cuando se supone que hemos llegado a un cierto grado de civilización. Siempre lo fue, pero cuando la guerra destruía bibliotecas, iglesias y monumentos y los incipientes organismos estatales bastante tenían con tratar de paliar las hambrunas, era comprensible que la preocupación por el patrimonio común no estuviera precisamente entre las prioridades ni de gobernantes ni de los gobernados.

En los años 50 del siglo pasado, la Alhambra de Granada era un lugar abandonado que utilizaba la gente pobre para cobijarse del frío o guardar el ganado. Años más tarde se convirtió en un conjunto monumental cuya relevancia trasciende nuestras fronteras nacionales. Ni se podía pedir a la gente hace 80 años que preservara unas ruinas abandonadas a costa de morir a la intemperie ni se puede permitir ahora que nadie destruya ni una piedra de lo que nos ha legado la Historia de España, la nación más antigua de Europa.

Conviene tener presente precisamente esa circunstancia: el patrimonio cultural, artístico e histórico no nos pertenece. Los que vivimos en la actualidad no somos propietarios sino custodios de ese legado, que tenemos la obligación de transmitir intacto a nuestros sucesores para que continúen preservándolo con el transcurso de los tiempos.

Por eso sorprende que se destruyan elementos patrimoniales de todos y más ún que sus responsables no sean unos jovenzuelos asilvestrados en el frenesí de un botellón, sino una institución educativa que, por su propia naturaleza, debería mantener un especial cuidado hacia el entorno de unas instalaciones que, además, no le pertenecen.

Pero lo ocurrido con El Corralazo, la edificación destruida junto a la universidad católica que la Justicia obliga a restituir a su condición original no puede ser archivado simplemente como un exceso puntual que jamás debió suceder. La existencia de estos daños a nuestro patrimonio común debe interpelarnos a todos como sociedad, para que sancionemos con el mayor de los descréditos a aquellas personas e instituciones que no cuiden como deben los elementos históricos y artísticos que embellecen nuestro territorio y dan sentido a nuestra historia.

La región de Murcia cuenta con una riqueza histórica de incuestionable valor, a pesar de que no sea muy conocida entre los murcianos. Tenemos el mejor poblado prehistórico de una civilización única, la argárica, surgida de la Edad de Bronce (yacimiento de La Bastida, en Totana), el museo más importante del mundo de arte ibérico (en Mula) o pinturas prehistóricas de incalculable valor científico en los abrigos de la sierra de Moratalla. Conjuntos como los descritos y otros muchos que no cabe citar para no extendernos en exceso no solo nos hablan de la riqueza de un pasado que extiende su influjo hasta el presente. También son elementos fundamentales para dinamizar la cultura y la economía de esas zonas, puesto que el turismo histórico y divulgativo es una de las vertientes del sector servicios con un mayor crecimiento y proyección de futuro.

Pero si queremos que otros vengan a disfrutar de nuestra historia, somos nosotros los primeros obligados en respetarla, protegerla y conservarla. Todos estamos obligados a preocuparnos por nuestro patrimonio histórico, no solo las instituciones oficiales que, por cierto, dejan mucho que desear (también) en este ámbito.

Unos ciudadanos activos en la protección de nuestra riqueza monumental, dispuestos a exigir responsabilidades cuando se produce un acto vandálico (que no solo es cosa de jovenzuelos), es el fundamento a partir del cual puede comenzar a construirse una región con proyección turística de calidad, más allá del necesario y rentable turismo de sol y playa. Hagámoslo posible.