Charles Baudelaire fue un escándalo de su época. No se le entendía. Apenas los poetas coetáneos lo hacían. Pero él entendió el vino a su manera. Interpretando la Kreisleriana de Hoffmann se hizo eco de la curiosa recomendación de que el músico concienzudo debería exigir el champán para componer una ópera cómica porque encontraría en él la alegría monstruosa y ligera que requiere el género, o que la partitura religiosa requeriría los vinos del Rin o de Jurançon, mientras que la heroica no podía componerse sin borgoñas, que tienen una fogosidad seria y convocan el patriotismo. Pero Hoffmann, al igual que el gran Balzac, solo se encontró con dinero en la etapa final de la vida, los editores se disputaban sus cuentos y, además de unos emolumentos como es debido, le enviaban cajas de vino francés para colmar su felicidad. 

Baudelaire escribió que el que más y el que menos conocieron alegrías profundas gracias al vino: quien tuvo un remordimiento que apaciguar, un recuerdo que evocar, un dolor que ahogar, un castillo en el aire que construir, todos finalmente invocaron al dios misterioso escondido en las fibras de la viña. «¡Cuán grandes son los espectáculos del vino, iluminados por el sol interior!». Sus versos exhalaban alcohol. En su colección de Las flores del mal descansaba el alma del vino. Para Charles Baudelaire iba mucho más allá de la embriaguez. Lo consideraba una bendición para el hombre y su sociabilidad, al evitarle la tristeza de una vida solitaria. 

Bebo, luego existo. El desaparecido filósofo británico Roger Scruton sostenía que consumir vino de manera prudente y adecuada podía ser beneficioso desde el punto de vista mental. El problema de esta tesis es que el vino de la misma manera que nos ayuda a mejorar también puede contribuir a empeorar las cosas. Los antiguos tenían una solución para el problema del alcohol, que era disfrazar la bebida en los rituales religiosos para tratarla como la encarnación de un dios cualquiera. Poco a poco, bajo la disciplina de los rituales, la oración y la teología, el vino fue siendo domesticado para convertirse en un orgiástico brindis en honor de los olímpicos. A continuación vino la eucaristía cristiana. Desde hace un tiempo, estamos familiarizados con el dictamen médico de que un vaso diario de vino es bueno para la salud y, también, con la opinión de que más de dos nos pueden poner en el camino a la ruina. Sea o no beneficioso para el cuerpo, Scruton escribió, en el marco de la mente y del pensamiento, que el vino es bueno para el alma. Y que no hay mejor acompañamiento para él que la filosofía. 

En resumidas cuentas: al pensar con el vino se puede aprender no sólo a beber en los pensamientos, sino a pensar en las corrientes de aire. Todo pensamiento empieza por los sentidos. El escritor húngaro Béla Hamvas se adhiere como una lapa a esa lógica de Baader, no Andreas Baader el líder de la organización de extrema izquierda alemana que tomó las armas, sino de Franz Xaver von Baader, el teólogo laico de las analogías místicas, para referirse en su metafísica del vino al más sensorial de los sentidos que es el gusto. Para él, todo cuanto los ojos y la nariz pueden experimentar en torno a esta bebida se vuelve insignificante en comparación con lo que percibe la boca. Por eso algunos son incapaces de comprender que en las catas se antepongan las llamadas narices de oro a los delicados paladares. Todo en el vino invita a reflexionar, de la primera a la última gota, de las fosas nasales a la garganta. 

Volviendo a Baudelaire, del que año pasado se cumplió el bicentenario de su nacimiento en París, no podía concebir un almuerzo sin vino en el restaurante Chez Duval, de la place l’Odéon, y en el Moulin de Montsouris, cuya reputación popular se alejaba de perfiles más burgueses como el de su padrastro, el general Aupick. Baudelaire odiaba a Jacques Aupick, que le obligó, a los 20 años, a abandonar Francia tras protagonizar actos de insubordinación. Recordará toda su vida cuando se vio obligado a embarcar en Burdeos en el paquebote de los Mares del Sur con destino a la India. A bordo, la comida le daba asco. Solo el vino del Médoc, servido en abundancia, reconfortaba al joven rebelde. Hasta emborracharse de una manera fructífera para su trabajo creativo, si hay que creerle. 

Charles Baudelaire asumió hasta el final de sus días la necesidad de alcohol. Más de uno se pregunta si podría haber escrito algunos de sus más bellos poemas sin haber abusado del vino, incluso cuando en las sociedades higienistas de hoy en día cuesta trabajo valorar su reflexión de que este exalta la voluntad mientras que hay drogas (se refería únicamente al hachís) que la aniquilan y son un arma para el suicidio. «El vino te hace bueno y sociable, el hachís es aislante. Uno es laborioso, por así decirlo, el otro esencialmente perezoso. El vino es para gente que trabaja y merece beberlo; el hachís pertenece a la clase de los placeres solitarios: está hecho para los miserables ociosos. El vino es útil, produce resultados fructíferos. El hachís, inútil y peligroso». 

Alcemos la copa por Baudelaire para el que el vino, al menos aparentemente, no alimentó la angustia vital, su spleen. Al contrario, obró como un tonificante.