La fiscalía del Tribunal Supremo no aprecia delito en los movimientos de cuentas del rey emérito en los paraísos fiscales del Canal de la Mancha, al no haber podido constatar ninguna actividad sospechosa a su nombre en las últimas décadas. Se trataría, por tanto, de depósitos realizados con mucha antelación, procedentes de diversas donaciones realizadas en su día por las monarquías europeas.

Juan Carlos timó a sus colegas coronados, porque no era cierto que estuviera en la indigencia, como aseguraba para provocar la generosidad de las otras casas reales. El truco ya lo había puesto en marcha el vivales de su padre, que trincó también abundantes donaciones haciéndose pasar por menesteroso y al morir dejó una fortuna en propiedades y cuentas bancarias de Ginebra y Lausana. El golfete de Don Juan proclamaba en los actos con su hijo, el entonces Rey Juan Carlos: «Majestad, por España, todo por España» y, a continuación, pegaba un taconazo. Sí, todo por España pero la pasta, en Suiza.

Los dos borbones nos han borboneado a todos los españoles durante décadas, mientras manejaban importantes cantidades de dinero en paraísos fiscales. Pero el borboneo no es un delito, sino una actitud indecente que solo merece reproche moral. Lo que no es poco, porque una de las pocas razones de ser de una institución como la monarquía es su ejemplaridad. Si el titular de la corona no es capaz de exhibir una conducta intachable, también en lo personal, no es merecedor de ese honor, por más que en momentos concretos del devenir histórico de la nación rindiera importantes servicios como sin duda hizo Juan Carlos.

El rey emérito, por tanto, puede volver a España cuando lo crea oportuno, pues no está buscado por la Justicia ni tiene abierta causa alguna en calidad de acusado. Esa investigación de la fiscalía, que solo se mantiene abierta por los ovarios de Dolores Delgado, no ha revelado la comisión de delitos y, por tanto, cabe esperar que acabe con su archivo definitivo en cuestión de días. En términos estrictamente jurídicos, nada impide al padre del rey Felipe fijar su residencia en España legalmente, como haría cualquier otro ciudadano español. Hay sin embargo razones de peso para preferir que Juan Carlos siga en el extranjero con sus amigos y, de paso, sus amigas.

La más importante es que su presencia en España va a ser un quebradero de cabeza para su hijo, cuya ejemplaridad en todos los órdenes queda fuera de toda duda. Buena prueba de ello es que renunció a la más que jugosa herencia de su padre y lo ha excluido de la asignación de la Casa Real. Aunque Juan Carlos no viviría en La Zarzuela, sino como un ciudadano más en cualquier otra parte pagada de su bolsillo, es indudable que la vuelta a España del emérito pondría el foco constantemente en sus andanzas financieras y amorosas, muchas de las cuales siguen todavía sin conocerse.

Por otro lado, el rey emérito es un señor de 84 años, cuyo estado de salud se vería seriamente afectado con el ajetreo diario y las tensiones a las que tendría que hacer frente constantemente de fijar su residencia en España, momento a partir del cual se convertiría en el objetivo principal de todos los que quieren hacer negocio a costa del personaje.

Pero como ni está condenado ni acusado, puede venir cuando quiera a España e instalarse aquí si lo considera oportuno. Los españoles lo hemos dado por amortizado pero tenemos muy buena memoria. Que vuelva, si quiere. Peor para él.