Recuerdo el recuerdo que dejaban en las calles las vacas al regresar del prado. Pocas horas después, mis abuelos me mandaban con la lechera a por un litro y un cuartillo que, a la lumbre, te encendía la mañana y te alegraba después la merienda con nata sobre el candeal. Años después, mis primos llegaron con cartones pasteurizados porque no les gustaba el sabor de la leche natural ni, por supuesto, jamás conocieron cómo alegrar el pan con la telena que dejaba.

Era verano, como casi todos mis días en Siete Iglesias de Trabancos. Comíamos las primeras sandías del melonar en la propia cuadra para que los cerdos estuvieran más cerca de las que salían pepinas o de las amplias cortezas que desechábamos. El mismo recinto en el que, en navidades nunca olvidadas, servía para estrazar al bicho tras matarlo y socarrarlo con escobas a la puerta del día y de la casa. Una fiesta para los sentidos a la que seguía el pruebe sin esperar al veredicto del veterinario.

Años después, ya no quedaba ninguna pocilga en las casas habitadas. A la última le tiramos los desperfectos de las sandías ya de regadío por encima de la tapia, reuniéndonos como antaño a dar buena cuenta de ellas en la calle. Hoy están todos en corralones, se les mata en el matadero, comen piensos compuestos y no hay ceremonia que valga. Me acabo de enterar, además, que la corteza de lo que en Murcia se llama melón de agua es una excelente medicina contra el dolor muscular… por eso quizá nos dolían tanto los huesos de subir los sacos al sobrao.

Cambia, todo cambia, que diría la buena de Mercedes Sosa, pero lo de Lorca no tiene nada que ver ni con la ganadería ni con el medio rural ni con el urbano. La Ciudad del Sol atesora excelentes agricultores y ganaderos que saben muy bien lo que se hacen, empezando por su convivencia y compromiso con el resto de los ciudadanos y su entorno.

Lo otro, que no es ni pasado ni presente ni nunca futuro, es la estampida del fascismo.