El lenguaje inclusivo ha provocado un intenso debate en todos los foros posibles y ha dado lugar a enérgicas reacciones, tanto a favor como en contra. Y, aunque ya hay referencias bibliográficas que muestran que se empezó a debatir en los setenta, se ha visto reavivado en muchas ocasiones coincidiendo con declaraciones de personas dedicadas a la política.

Así ocurrió cuando en 1997, la diputada socialista Carmen Romero pidió el voto en un mitin a los «jóvenes y jóvenas» o en 2008, cuando la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, utilizó el término ‘miembras’, desatando las críticas de diferentes sectores del periodismo. 

Pero, sin duda, uno de los episodios más conocidos lo protagonizó la diputada Irene Montero al defender, en 2018, el uso del término ‘portavoza’ para dar visibilidad a la mujer. A partir de este momento, los comentarios ‘ingeniosos’ se multiplicaron hasta el hartazgo, llevando el debate al absurdo: «El lío de las ‘portavozas’ o cómo ponerse el diccionario por ‘montero’, «en un avance histórico hacia la Igualdad, la ‘miembra’ de Podemos Irene Montero se ha erigido en ‘estandarta’ del feminismo gramatical. Como periodisto que soy…», ‘días y díos’, ‘España y Españo’… 

Por supuesto, también hubo señores y señoras que nos dieron una lección de género gramatical y de lo que se puede y no se puede decir, aduciendo una serie de razones pseudogramaticales para censurar el uso de algunos femeninos, como ‘jueza’, concejala’ o ‘presidenta’. Ningún problema para el uso de ‘asistenta’ o ¡dependienta’. 

Sin embargo, la crítica mediática fue prácticamente inexistente cuando, en 2012, el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, utilizó el término ‘miembras’ o cuando el presidente del Partido Popular de Andalucía, Juan Manuel Moreno, usó el término ‘pacientas’. 

En enero de 2020, la RAE presentó el informe sobre la adecuación de la Constitución al lenguaje inclusivo, que había sido solicitado dos años antes por la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, y al igual que en el informe elaborado en 2012, manifestó su rechazo a introducir el lenguaje inclusivo en la Constitución. Era lo previsible.

A pesar de esto, Carmen Calvo insistía en que no hay quien pare el lenguaje inclusivo y solicitaba que el Congreso de los Diputados se denominase únicamente Congreso. Por supuesto, hubo quien dijo que lo designaran ‘congresa’.

Todas estas reacciones y respuestas para ridiculizar propuestas son un indicativo de que se habla de algo más que del propio lenguaje; se habla de cambiar el status quo, de tomar conciencia de un problema social y cultural.

Y, cómo no, fue en nuestra región donde el debate sobre el lenguaje inclusivo terminó con la aprobación en la Asamblea de una moción que prevé medidas, incluso de carácter sancionador, para «garantizar el correcto uso del castellano» por parte de las Administraciones públicas.

Además, María Isabel Campuzano, consejera de Educación, anunció su intención de eliminar el lenguaje inclusivo de los libros de texto para el próximo curso con el argumento de que «dificulta la comprensión de los alumnos» (no de las alumnas). Después, matizó que la consejería estudiaría acciones ponderadas «para orientar a los centros la utilización de textos que no incluyan un lenguaje inclusivo excesivo». Teniendo en cuenta que la presencia de las mujeres en los libros de texto sigue siendo muy escasa, lo que refleja el escaso valor que se le da a su papel, no parece que vaya a haber libros con lenguaje inclusivo.

Durante el debate, la portavoz de Unidas Podemos, María Marín, recurrió a textos medievales y renacentistas para demostrar el uso de desdoblamientos como «mugieres e varones», «burgeses e burgesas» (Cantar del Mío Cid), y «juglares y juglaras» (Carta Merced sobre los Moriscos de Granada, firmada por los Reyes Católicos). En aquella época no les preocupaba la economía del lenguaje.

Si en los libros de texto es difícil encontrar nombres femeninos tan comunes como ‘pintora’, ‘filósofa’, ‘escritora’ o ‘científica’, intenten encontrar ‘juglaresa’, ‘trovadora’, ‘iluminadora’ o ‘representanta’. Todas ellas existieron, fueron nombradas y reconocidas en su época, aunque los historiadores al ocultarlas tras el masculino genérico, han dado lugar a imágenes mentales solo masculinas. Eso no va a pasar con las obispas, pues la RAE las ha incluido en su diccionario. 

Una gran parte de lingüistas coinciden en que no hay trabas en nuestro idioma para denominar las profesiones y los cargos en femenino y que existen soluciones para los sesgos androcéntricos de la lengua, que ocultan la presencia femenina o la subordinan a la masculina. Solo hacen falta dos cosas: que haya mujeres que desempeñen estos oficios o cargos, no es el ejemplo de las obispas, y que haya personas que quieran explícitamente expresar que las mujeres los desempeñamos. Si se dan las dos circunstancias, no habrá quien frene el uso del femenino. 

Sin embargo, la lingüista Carme Junyent ha editado un libro que es un alegato contra la escritura y el habla no sexista. Afirma que hay muchas lingüistas que opinan que el lenguaje inclusivo es una imposición que no aporta nada y lo complica todo.

Menos apoyos tienen las soluciones que se han propuesto para referirse a quienes se identifican como género no binario y que consiste en la sustitución de las desinencias genéricas por ‘x’, ‘@’ o ‘e’ y en la introducción del pronombre ‘elle’. 

Está claro que el sexismo está en la mentalidad patriarcal que yace en el subconsciente y en el consciente de las personas que hablamos y escuchamos un idioma, más que en la lengua como estructura. Un claro ejemplo de sexismo lo encontramos en el comentario del portavoz de Vox en Móstoles: «En nuestro partido hay muchas mujeres de gran valía, CASI tanto como la de los hombres». 

Las lenguas son maleables y reflejan los cambios en la sociedad y en la mentalidad. Nadie sabe cómo va a evolucionar una lengua, pero parece evidente que un cambio de esta naturaleza tardará décadas en tener efecto y que, de producirse, significará que somos más conscientes de la diversidad, aunque no sabemos si el cambio vendrá de la mano de una sociedad que no discrimine ni a las mujeres ni a las personas no binarias. Quienes tienen la última palabra son los más de 540 millones de personas que hablamos español en el mundo.