Que nadie se quede atrás. Este recurrente lema del que tiran nuestros políticos últimamente es tan solidario y bonito como utópico e irreal, porque cuando se avanza, lo habitual es que a algunos les cueste más que a otros y alguien suele quedarse en el camino. De nosotros depende girarnos, retroceder unos pasos, ayudarlos a levantarse y caminar junto a ellos, aunque nos obligue a ir más despacio. Los bancos, en su afán por implantar los indudables beneficios de la digitalización, han echado hacia adelante sin pensarlo dos veces y han arramblado con sus sucursales, hasta quedarse con las justas y necesarias. A esto hay que sumar que los horarios de atención presencial en las oficinas se han reducido a la mínima expresión.

La situación ha pillado por sorpresa a cientos de miles de mayores, a los que la adaptación al mundo digital se les hace cuesta arriba y que no saben otra forma de consultar sus cuentas que con su cartilla de siempre.

El cierre de oficinas y la restricción de horarios lleva meses dibujando una nueva estampa en nuestras ciudades tan tétrica y mucho más lamentable que las de las colas que se formaron ante las puertas de los supermercados durante los meses más crudos del confinamiento. Las hileras de abuelos a la entrada de los bancos son el reflejo de nuestra desvergüenza. 

Ahí los tenemos, con las piernas dolidas del plantón, con sus andadores o incluso con sus sillas de ruedas y, con toda seguridad, con la decepción de quien cree no merecer ese trato después de tantos años de briega.

Podemos caer en la tentación, porque es lo más fácil, de echarle la culpa en exclusiva a los bancos y a sus empleados, cuando, en realidad, estas escenas son consecuencia de la acuciante deshumanización en la que estamos inmersos, de la desatención y hasta él desprecio a los demás en el que vamos cayendo y hacia el que caminamos de forma casi inconsciente y sin mala fe. 

Y lo peor es que nos escudamos en que la sociedad tiene que avanzar, aunque no sepamos muy bien hacia dónde ni quién tira de las riendas. Y lo disfrazamos todo de un progresismo muchas veces cuestionable, porque progresar es sinónimo de mejorar. Al menos, debería serlo.

Nos indignamos ante injusticias como la lamentable estampa de los exteriores de las sucursales bancarias, pero reaccionamos con poco más que un comentario brusco, esquivamos a los afectados, pasamos de largo y seguimos avanzando.

Si lo pensamos, nosotros no les cerramos las puertas, pero somos cómplices de ese desamparo al que sometemos a nuestros mayores. 

Y no voy a caer en la demagogia de criticar que hayamos creado grandes residencias para arrinconarlos y, en algunos casos, olvidarlos allí hasta el final de sus vidas, porque sé que, tal y como nos lo hemos montado, resulta imposible atenderlos las 24 horas y puede que estén mejor cuidados en estos complejos para ancianos que en nuestras casas. Lo que me pregunto es cuál es la dosis de egoísmo que nos ha llevado a planificar las cosas así.

La cuestión es más profunda y hasta filosófica. Es fruto de la tendencia hacia el individualismo, hacia la creencia de que al igual que podemos elegir comida en un restaurante, nos podemos montar una vida a la carta con los platos que más nos gustan y despreciar los demás o hasta dejarlos en como sobras, porque ya no queremos más. 

Se me ocurren infinidad de ejemplos al respecto, pero pondré uno con el que me he topado esta semana. Una niña que andaba unos pasos por detrás de mí contaba a su madre que están estudiando la función de reproducción. Le explicaba que para tener un hijo, un hombre y una mujer tienen que juntarse para que los espermatozoides lleguen al óvulo. 

De repente, la que parecía ser su hermana pequeña se suma a la interesante conversación y añade: «Pero si no te quieres casar, puedes ir a un hospital y te pueden meter los espermatozoides para tener el hijo». No pude evitar una ligera sonrisa que, en realidad, era fruto de la sorpresa al ver a una niña de tan corta edad planteando esa opción.

No se trata de vivir en los mundos de Yupi y cierto que esa es una alternativa real a la que pueden optar las mujeres que lo estimen conveniente, por su situación personal o por elección propia. Pero al igual que no hemos consultado a los mayores para crear sus residencias ni para cerrar o restringir horarios en los bancos, me pregunto cuándo han opinado los niños sobre si quieren o no tener padre. 

Como digo, lo peor es que en esta dictadura de los adultos, en esta dictadura del sistema, tenemos respuesta para todo y empezamos por replicar que no es lo mismo, para continuar justificándonos en la progresía de los distintos tipos de familia, que solo es consecuencia de nuestras egoístas decisiones sobre nuestros gustos, sin tener en cuenta a quién le hincamos el cuchillo y el tenedor al meternos el bocado en la boca, tenga 9 o 90 años.

Paradójicamente, nos inoculan un buenismo exacerbado de lo políticamente correcto, que nos arrastra a continuas contradicciones. 

Somos libres para elegir, pero se nos olvida que nuestra libertad termina donde empieza la de los demás. O quizás es que no entendemos del todo esa frase hecha.

Podemos pintar nuestra existencia de colores, disfrazarla a la moda y escogerla según nuestros gustos y conveniencias. Al final, la vida nos conduce por sus colas y cualquier día podemos acabar durante varias horas interminables ante la puerta de un banco, tiritando de frío y con las rodillas a punto de estallar. 

Hasta que ya no podemos más y, entonces, después del plantón, sale un empleado, echa el cerrojo y dice: «Se ha cumplido la hora». Y te manda con tu cuenta y con tu cuento a otra parte.